Más allá de lo público…

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Venimos asistiendo en España a una intensa atención sobre lo público y sus gestores. Exigencias transformadoras de transparencia, buen gobierno y austeridad en el ejercicio de la función pública se imponen hoy frente a una forma de entender el servicio público que, en un país en crisis, ha causado indignación pública y, cuando se ha traducido en fenómenos de corrupción, alarma social. Pero lo público, como sus gestores, no es un compartimento estanco inmune a la sociedad a la que debiera servir, ya sea como regulador, ya como supervisor y policía, ya como garante o prestador de servicios públicos o de interés general. Es esa sociedad a la que ha de servir de la que surgen gestores y estructuras de gobierno y gestión. Y esa sociedad es infinitamente más compleja, y perlada de intereses contrapuestos, que las propias estructuras políticas y administrativas.

Hace unos días, en la sede de la Oficina Antifraude de Cataluña, tuvo lugar un seminario sobre transparencia, regulación y autorregulación del lobby en España, enmarcado en el proyecto de investigación e incidencia sobre lobby de Transparencia Internacional España, que ha generado interesantes documentos sobre la situación de los lobbies en nuestro país. Si en el ámbito mercantil las exigencias de transparencia van avanzando, si estas lo hacen también en el ámbito de lo público, no deja de resultar harto sorprendente que sea precisamente la zona de contacto entre lo público y lo privado, donde menudean las presiones e intereses, donde la influencia trata de condicionar decisiones que han de estarlo por principios y objetivos transparentes de interés general, la zona donde las sombras ocultan la realidad. Según el citado informe España suspende en los tres puntos clave regulatorios de los lobbies, transparencia (10%), integridad (35%) e igualdad de acceso (17%).

La escasa regulación de los lobbies no es un fenómeno estrictamente español, está extendida en Europa, aunque existen excepciones. No deja de resultar sorprendente, en todo caso, que en un sistema tan tendencialmente regulatorio como el europeo y español, con numerosos centros de poder, no se haya afrontado la regulación y aplicación de sencillas normativas para garantizar la transparencia, integridad y libertad de acceso a la actividad de lobby. Y todavía lo es más si se advierte cómo en el modelo norteamericano, dejando al margen otros precedentes, la cuestión está regulada desde 1946 o, en nuestro ámbito, lo está en Alemania desde 1951. Mientras, en España ni tan siquiera el Congreso acertó a incorporar a su Reglamento la modesta propuesta de creación de un Registro Público obligatorio donde habrían de inscribirse los representantes de grupos de interés que mantengan encuentros con los Diputados y el personal adscrito a su labor parlamentaria con el objetivo de trasladar sus intereses y propuestas, inscripción que hubiera permitido publicar códigos de conducta y dar publicidad y transparencia a la actividad de lobby. Todo queda así en la penumbra.

La penumbra, en el actual contexto de desconfianza en lo público, de percepción social de generalizada corrupción o, cuando menos, de mal gobierno, de desafección y populismo, perjudica ante todo a lo público. Ni siquiera son los gestores, políticos o empleados, los mayores perjudicados. Los primeros, simplemente, se retraerán cuando no quieran participar o verse afectados por esas zonas de penumbra y de descrédito social y volverán a sus ocupaciones profesionales, cuando las tengan. Los segundos, como en cualquier otra organización, desmotivados y sin dirección efectiva, difícilmente querrán o podrán asumir liderazgos que no les corresponden. La administración pública, abocada a ese proceso de descrédito social, de sospecha permanente, decaerá y, paradójicamente, sólo extramuros de la misma habrá beneficios que, frecuentemente, acabarán recayendo en la zona de sombra, ajena a los intereses generales.

Transparencia, por ello, sí, pero para todos. Integridad, también, pero igualmente para todos. Sociedad, colectivos, grupos de interés y de presión, deben quedar sometidos a las exigencias de transparencia e integridad. No debe haber zonas de sombra y, en ese esfuerzo, han de regularse, identificarse y alumbrarse a lobbies y sus representantes. Y ha de hacerse sin hipocresías, dando carta de naturaleza a intereses sociales, económicos, empresariales o de otro orden que, en un contexto abierto, podrán defenderse de manera legítima. Como apunta TI-España ha de analizarse la actividad de lobby a la hora de concretar su regulación y obligaciones de transparencia, prever obligaciones adecuadas de registro e información, establecer el código ético de esta actividad y una regulación coherente de los conflictos de intereses. Queda mucho por hacer, en ambos mundos, el público y el privado. La integridad y ética públicas sólo se lograrán en un contexto de integridad y ética privadas.

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