Motivación y compromiso de los empleados públicos.

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Hace unos meses mantuve una conversación con un directivo profesional de una entidad local en el marco de unas jornadas. Esta persona (respeto el anonimato) me explicaba que tenía como ilusión vital conducir grandes camiones por rutas internacionales. Un romántico de las road movies pensé. En su tiempo libre se formó y logro los exigentes permisos de conducción. Luego solicitó un par de meses de excedencia sin sueldo y fue contratado por una empresa de transportes para conducir sin parar camiones por toda Europa. El quería vivir esta experiencia y la disfrutó al máximo. Pero no pensaba que esta aventura le aportara unas sensaciones que implicaron que cuando regresó a su Administración su nivel de motivación era enorme ya que valoraba las condiciones de trabajo propias del ámbito público. Él quería vivir la vida nómada y aventurera de un camionero, pero experimentó también las brutales condiciones de trabajo que imperan en este sector. Cuando se reincorporó a su puesto público tuvo la sensación de regresar a un paraíso laboral.

Cuento esta anécdota debido a que llevo décadas reflexionando e impartiendo algunos talleres a directivos sobre motivación de los empleados públicos. Se trata de una actividad difícil en un contexto organizativo en el que impera la homogeneidad, una estabilidad extrema y unas complejidades organizativas que fomentan la desmotivación. Después de tantos años tengo la sensación que en estos cursos nuestros debates e instrumentos partían de la consideración que las organizaciones públicas son como guarderías y que los empleados públicos son como niños que transitan entre la desorientación y los caprichos.

En este sentido comparto la reflexión de Xavier Marcet que considera que algunas empresas tienden tanto a la sobreprotección de sus empleados que parecen guarderías y solo están preocupadas por la motivación de sus empleados. Marcet discrepa y afirma «cuando la gente tiene un trabajo, debe venir motivada de casa, sobre todo si es un trabajo que le proporciona una estabilidad y unos ingresos razonables. En el contrato no escrito para tener un trabajo, eso significa poner ganas y presentar un compromiso».  Es decir, la motivación intrínseca debería darse por hecha en la Administración pública, atendiendo a sus buenas condiciones laborales,  y solo tendría sentido impartir talleres de liderazgo que fomenten la motivación extrínseca. En este sentido, el liderazgo motivador solo debería explorar mecanismos para dar confianza, otorgar mayor autonomía e inspirar profesionalmente a los empleados públicos. Si un líder despliega estrategias de motivación intrínseca puede perder las capacidades anteriores, impulsar perversas estrategias paternalistas y convertirse en un obseso de un control castrador. El líder que asume el rol de director de una guardería pierde sus capacidades inspiradoras y de lograr confianza en su propio equipo. Pero mucho me temo que la Administración pública fomenta más un rol de director de guardería que de un líder inspirador e innovador. No quiero ser injusto: hay que reconocer que la gran mayoría de los empleados públicos vienen motivados de casa como buenos profesionales que son. Pero, más o menos, un veinte por ciento de los empleados no responden a este perfil y exigen un liderazgo del tipo guardería. Estamos hablando, en un principio, de aquellos malos empleados públicos que consideran que su compromiso y motivación se ha agotado con la dedicación destinada a superar las oposiciones y una vez toman posesión de su puesto de trabajo reclaman que cualquier esfuerzo sea compensado con sistemas de motivación de la institución y de su líder. Se trata de empleados públicos que asumen el rol de jubilados o de voluntarios que solo dejan de ser clase pasiva si reciben estímulos adicionales. Con este colectivo el líder formal se transforma en un dinamizador sociocultural infantil que tiene que hacer todo tipo de malabarismos para atender la voracidad sin límites de unos empleados reactivos y extremadamente susceptibles. Este rol del líder es agotador y aporta escaso valor añadido para poder ser inspirador e innovador. El espectáculo finaliza con la función y no tiene capacidad para trascender en ni en tiempo ni conceptualmente. Un día tras otro hay que empezar de cero y reinventar el espectáculo.

Alguien podrá pensar que, si sólo un veinte por ciento de los empleados públicos poseen este perfil tan reactivo, carente de compromiso e infantil, la dificultad está acotada y no es grave. Pero el problema reside en la capacidad de contaminación tóxica de este pequeño grupo sobre el grueso de los empleados públicos. La afirmación de Marcet que los buenos trabajadores tienen que salir motivados de casa es difícil de mantener en las instituciones públicas y con la presencia inevitable de este colectivo desmotivado que, con relativa facilidad, puede contagiar al resto.

La vida personal y profesional es dura ya que tenemos que convivir con inevitables problemas familiares y también con multitud de incoherencias organizativas en nuestro trabajo que son campo abonado para la desmotivación. En la empresa privada estas contingencias no se notan en exceso ya que, a pesar de que uno pueda tener un trabaje estable y bien retribuido, es sabido que ambos ingredientes no se pueden dar por hechos y hay que luchar por ellos, aunque solo sea para mantenerlos. En este contexto es difícil que un trabajador su deje llevar hacia la desmotivación laboral a pesar que transite por malos momentos personales, familiares, sociales o laborales. Pero en la Administración pública este ingrediente de compensación y de autoexigencia no existe. El trabajo es estable por definición y se puede laborar con respiración asistida sin problemas. Los malos compañeros demuestran empíricamente que no es necesario esforzarse para automotivarse. No pasa nada porque nunca pasa nada y sería injusto que una actitud gregaria y sin compromiso fuera castigada, aunque solo sea a nivel simbólico. La piel de los empleados públicos se torna rápidamente en fina y delicada y cualquier exigencia profesional se percibe como abusiva.

En todo caso no hay que escandalizarse ya que todas estas actitudes son totalmente naturales y humanas pero el problema es que fomenta que los buenos líderes se sientan obligados a ser cuidadores escolares y no líderes inspiradores e innovadores. Las medidas para revertir esta situación son complejas, pero habría que imaginarlas. Una posibilidad sería dedicar una parte de la formación o talleres no tanto de motivación sino de intentar frenar la decadencia motivacional y aportar instrumentos para superar el inevitable desgaste emocional, personal y profesional de los empleados. Las unidades de recursos humanos deberían tener menos juristas y más psicólogos para prevenir y atajar estos estados de ánimo inerciales. El objetivo es liberar a los directivos públicos de estas tareas para que tengan tiempo para ser más proactivos, visionarios e innovadores y, por tanto, inspiradores. Es decir, para que puedan dedicarse fundamentalmente a la motivación extrínseca que es la que le corresponde a nivel institucional.

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