Al definir el Derecho propio de las Administraciones, nos hemos pasado décadas, siguiendo en buena medida al inolvidable maestro García de Enterría, recitando que conformaba un ordenamiento estatutario -propio de unos sujetos peculiares-, común -pues no precisaba de auxilios supletorios de ese ius privatum al que algunos togados siguen viendo con “vis atractiva”- y, en fin, normal. Sin perjuicio, decíamos, de que hubiera normas de excepción.
Esas disposiciones excepcionales eran bien conocidas en la teoría, pero, por fortuna, sólo en contadas ocasiones se venían utilizando. Antes de la democracia, entre 1967 y 1975, se decretaron cuatro estados de excepción en el País Vasco y la figura, aunque en otro contexto, apareció en el artículo 116 de la vigente Constitución y en la correspondiente ley orgánica 4/1981, de 1 de junio. También la legislación de Protección Civil, actualmente la Ley 17/2015, de 9 de julio, del Sistema Nacional y las regulaciones autonómicas, contemplan actuaciones de emergencia y deberes “extra ordinem” de la ciudadanía. En fin, las leyes sanitarias de 1986, la General y la de Medidas Especiales, también se refieren a situaciones más o menos catastróficas, aunque, no sé si por superstición o por ingenuidad, ninguna de ellas cita términos como “cadáver”, “fallecidos”, “inhumación” o “incineración”. Como si las pandemias se curaran con una aspirina y unos pañuelos de celulosa. Tampoco lo hace, aunque sea más defendible, la Ley de Seguridad Nacional de 2015, que sí prevé escenarios inhabituales y de riesgo o ataque a la convivencia.
En el ámbito local, sí hemos contado con las facultades exorbitantes de necesidad, incluidas posibles disposiciones “contra legem”, en manos de los alcaldes, que adoptarán estas medidas “personalmente y bajo su responsabilidad«, dando cuenta inmediata al Pleno, ante catástrofes, infortunios o grave riesgo de que éstos sucedan. Por cierto, tras la reforma local de 2003, en los municipios de gran población, alcaldes y alcaldesas ya no se ven compelidos “personalmente y bajo su responsabilidad”. Una diferencia difícil de justificar, aunque, a la postre, pueda carecer de exculpación judicial de mediar temeridad o mala fe.
Tras la expedición del Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declaró el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19 y sus sucesivas prórrogas, aclaraciones, normas autonómicas, recientes pronunciamientos judiciales sobre confinamientos y mil previsiones profilácticas, restrictivas y sancionadoras, el derecho común se ha ido al garete. Vivimos en la permanente excepción y el Derecho Administrativo, como el Constitucional o el Laboral, no hay quién lo entienda. Incluso con plazos y suspensiones procesales o gubernativos de dudoso encaje legal o con dispensas, en materia de ocupación hostelera del dominio viario, que en otras ocasiones acabarían en los juzgados de instrucción. Por no hablar de la función pública y el personal sanitario.
No sé, como tantos docentes universitarios, qué nos vamos a encontrar este otoño y si se van a poder reanudar normalmente las clases presenciales. En todo caso, sean al modo tradicional o por videoconferencia, ¿qué debemos enseñar los profesores de Derecho Público? ¿Las regulaciones ordinarias que están excepcionadas o paralizadas o este amasijo de normas con las que el Estado compuesto -y, en este caso, descompuesto- ha intentado paliar y contener la epidemia? Confieso que ignoro qué debo hacer y aún más si sabré sistematizar la anarquía del derecho excepcional en el que nos movemos sin previsión de término. Porque, además, aunque sólo hablemos de cuatro meses, la dispersión y alteración de lo llevado al BOE y a sus equivalentes territoriales, es de tal calibre que, intentar refundirlo racionalmente a efectos didácticos, es como creer en el monolitismo del Derecho Romano y trasladar que Gayo y Justiniano decían lo mismo.
Y termino donde empecé, desde la esperanza en el retorno a la verdadera normalidad y no a sus sucedáneos embozados: ¿el Derecho administrativo regula relaciones y situaciones de normalidad? Parece obvio que una primavera ha bastado para arrumbar, al menos temporalmente, una construcción añeja en la que todos nos sentíamos cómodos. Y seguros.
Estimado profesor: Muy acertado su comentario con el que me identifico plenamente.
A propósito de la referencia que ha hecho sobre las facultades excepcionales en manos de los alcaldes, tanto en los ayuntamientos de régimen ordinario como de gran población, me surgen muchas dudas a la hora de definir sus límites. Observo como algunos ayuntamientos lo han utilizado últimamente para excepcionar ordenanzas, por ejemplo.
Así mismo cuando se trata de realizar obras por peligro inminente determinar si la competencia es del Alcalde en virtud de esa facultad prevista en la Ley de Bases o si es el órgano de contratación de acuerdo con la Ley de Contratos (tramitación de emergencia) no es fácil.
Sobre esta materia he encontrado poca información ¿conoce alguna obra, manual, artículo…sobre el alcance y contenido de esta facultad?
Le estaría muy agradecido.
Un saludo.