De gobiernos inteligentes y buenas Administraciones.

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Se habla mucho últimamente – quizá demasiado incluso – sobre el influjo que tiene la tecnología sobre las nuevas formas de gestión y gobierno de nuestras instituciones. Fiamos con demasiada frecuencia el buen funcionamiento de las mismas a una digitalización masiva de las estructuras y de su cadena de valor. Creemos que el verdadero maná se llama 5G cuando éste, precisamente, solo tendrá el efecto que todos esperamos si previamente hemos sido capaces de allanar el terreno para que ese efecto multiplicador que puede tener la tecnología juegue a nuestro favor.

Pero lo cierto es que en esto, como con muchas otras cosas, estamos empezando la casa por el tejado y no nos hemos fijado siquiera en que para alcanzar un grado óptimo de digitalización sostenible y controlada primero tenemos que afianzar algo tan elemental como es la «buena Administración», como derecho subjetivo de los ciudadanos, pero también como principio inspirador de todos los poderes públicos.

 
Veréis, yo entiendo la buena Administración desde dos ópticas diferentes pero, lógicamente, complementarias. La primera, de raíz jurídica, es la que la reconoce como un auténtico derecho de los ciudadanos que puede ser invocado ante los Tribunales, lo que ha sido manifestado expresamente por el propio Tribunal Supremo al afirmar en su sentencia de la Sala contencioso-administrativa del 18 de diciembre de 2019 que: «…del derecho a una buena Administración pública derivan una serie de derechos de los ciudadanos con plasmación efectiva. No se trata, por tanto, de una mera fórmula vacía de contenido, sino que se impone a las Administraciones públicas de suerte que a dichos derechos sigue un correlativo elenco de deberes a estas exigibles, entre los que se encuentran, desde luego, el derecho a la tutela administrativa efectiva y, en lo que ahora interesa sobre todo, a una resolución administrativa en plazo razonable». Y lo cierto es que, por otro lado, su reconocimiento en el derecho positivo tampoco deja lugar a dudas, véase, por ejemplo, el conocido por todos art. 41 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la UE.

Sin embargo, nos encontramos con un enfoque más funcional de la “buena Administración”, más vinculado a la gestión, una forma de entender la Administración como aquélla que cumple con las funciones que le son propias en democracia, sirve objetivamente a la ciudadanía y realiza su funciones con racionalidad, justificando sus actuaciones y orientándose continuamente al interés general; un interés general que reside en la mejora permanente e integral de las condiciones de vida de las personas.

Y lo realmente poderoso de esta forma de entender la “buena Administración” es que trae consigo cuatro ejes tractores que tiran de la misma para hacerla realidad, y que son:

1.- Poner el foco en los ciudadanos, en las personas: más allá del reconocimiento expreso de derechos individuales o colectivos, lo importante es nuestra capacidad para solucionar los problemas del día a día de la gente a través de recursos fáciles e inteligentes, sin excusas, sin juegos de magia, eficiencia sin más. En el momento que una Administración pone en su foco a las personas éstas se convierten en su verdadera razón de ser.

2.- Apertura hacia la realidad mediante el impulso del Gobierno Abierto: solo a través de una incorporación real y efectiva de la sociedad en la toma de decisiones públicas se puede convertir a nuestras Administraciones en organizaciones abiertas y responsables, haciéndose valer además de la sabiduría de la multitud para resolver unos problemas cada vez más complejos que sin su ayuda quizá seríamos incapaces de resolver. La transparencia, la participación y la colaboración representan el principal resorte de una buena Administración orientada a los intereses de la comunidad.

3.- Vinculación ética: debemos superar esa obsesión casi infantil que nos abordó los últimos años de aprobar códigos de ética y de conducta para abrazar sin miramientos los llamados Marcos de Integridad Institucional, instrumentos verdaderamente eficientes de ética pública que nos permitirán luchar contra la corrupción con mayor determinación y avanzar hacia una buena Administración gestionada de forma eficiente.

4.- Innovación pública y colaborativa: La verdadera sostenibilidad de nuestras instituciones pasa por resolver los problemas de la gente (eso nos ligará a sus intereses y nos devolverá la credibilidad perdida) y por incrementar la eficiencia de nuestra gestión (eso nos permitirá aprovechar al máximo las ventajas no solo del 5G sino de la tecnología disruptiva surgida con la cuarta revolución industrial), pero ello no lo conseguiremos nunca sin dos premisas claras: primero, incorporar la lógica de la innovación pública en la cultura organizativa de nuestras organizaciones, y dos, permitir que dicha innovación se retroalimente desde la calle, socialmente, a través de la colaboración ciudadana.

Necesitamos gobiernos inteligentes que sean capaces de hacer frente a los enormes desafíos a los que nos enfrentamos y los que vendrán –, pero es mucho más importante desarrollar una “buena Administración” para enfrentarse a los mismos desde una visión colectiva más ajustada a la realidad, más cercana a las necesidades de la gente.

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