Empiezo a sentir cierto hastío al escuchar a nuevos y viejos políticos, del bipartidismo menguante o del populismo rampante, esgrimir una y otra vez los mismos y solapados objetivos en relación con la regeneración de la vida pública en nuestro país. Uno tras otro hablan de reforma política y administrativa, de sistema electoral, de democratización de los partidos, de transparencia, de acceso a la información pública y de paredes de cristal. Pero, en lo esencial, nada cambia. No hay paredes de cristal en los partidos ni en las administraciones públicas españolas como no las hay en las grandes empresas cotizadas, las que de verdad controlan el grueso de la actividad económica y parte sustancial del poder, fáctico, de este país y que, aunque no nos lo repitan una y otra vez, también existen obligaciones de transparencia. Se legisla mucho en este país nuestro, pero se gestiona más bien poco y, en algunos ámbito, más bien nada.
Reformar para no cambiar parece ser el destino de España. La gran reforma de la Administración parece haber quedado en una refundición de unos cuantos entes del sector público, la elaboración del famoso, inoperante y decepcionante informe CORA, del cual se ha perdido hasta el recuerdo, o la aprobación de una normativa llamada de racionalización y sostenibilidad de la Administración local española que, en la práctica, nada esencial ha reformado y poco o nada se ha aplicado. Eso sí, con el Estado han sido legión las Comunidades Autónomas que han aprobado normativa de transparencia, con sus respectivos y transparentes portales; se han creado servicios y direcciones generales llamadas de participación ciudadana que se utilizan con frecuencia como pretexto para convertir en participativas decisiones tomadas de antemano; se refuerzan procedimientos de control redundantes con otros ya existentes y que, con menor esfuerzo e inversión, aumentarían exponencialmente su eficacia y eficiencia.
¡Qué decir de la lucha contra la corrupción! Convertida en slogan político, el temporal no amaina. Menudean casos de unos y otros, que rivalizan en importes e imputados. Y en el eje, siempre, los partidos y poderes públicos. Pero no es sólo eso… Parafraseando aquel slogan de campaña de Clinton dirigido contra Bush podríamos decir que “es el país, estúpido…”. La corrupción es bidireccional. Obviamente, en los delitos contra la Administración pública es la autoridad o funcionario público el protagonista, sin duda. Pero en un cohecho hay quien da, en una malversación de caudales públicos quien recibe, en una prevaricación quien se beneficia, en el tráfico de influencias quien se ve favorecido, en la difusión de información reservada quien la obtiene y actúa en consecuencia… Casi podría decirse que no hay corrupto sin corruptor, como no hay corrupción sin beneficio. Es el país, sí. El del pícaro Lazarillo, el de la católica España, el de ellos y nosotros, el del “capitalismo de amiguetes” del que algunos hablan. Y tú más.
No piense el lector que hay que bajar los brazos. No es así. Pero hemos de ser conscientes de que lo que en este país ocurre es que la corrupción, que acaso no esté tan generalizada como se pretende hacer creer, sí está institucionalizada, imbricada en la sociedad, la administración, la economía y las estructuras de poder como un tumor extraordinariamente difícil de tratar. Y protegiéndose a sí misma, está parasitando cuanto alcanza, propagándose donde encuentra nutrientes favorecida por un sistema de partidos con innegables déficits democráticos, que podría sanearse fácilmente recurriendo a las garantías usuales en la normativa electoral que tan bien conocen. Esto sume en la más absoluta opacidad la elección de los elegibles y ha contribuido de forma decisiva a romper la cadena de transmisión representativa que los partidos debieran ser. De ahí surgió el doloroso grito de “no nos representan”, el discurso de “la casta”.
Lo curioso es que se sabe como se puede y se puede afrontar la corrupción. Pero, en cambio, no parecemos saber cómo lograr que prosperen las medidas precisas, o se apliquen las ya existentes, porque esa corrupción parásita, imbricada en el sistema, institucionalizada, impide cualquier reacción efectiva que pueda dañarla. Es necesario profundizar en los instrumentos de control, especialmente previos, pero también posteriores, evitando centrarlos en lo accesorio, en el análisis de lo puramente formal y centrarse en aspectos materiales, sustantivos, que son los que realmente proporcionan el caldo de cultivo de la corrupción. Mejoremos, de verdad, el poder judicial con medios, con formación, con asistencia mutua, con apoyo externo cuando sea preciso, con agilidad. No hay peor justicia que la justicia tardía, o la que nunca llega.
Pero, sobre todo, no nos dejemos engañar. No está sólo en la política o en lo público el problema. Que lo público está corrompido es la excusa que algunos usan para destruir lo común, lo de todos, a mayor gloria del beneficio privado. Ámbitos económicos otrora públicos como las telecomunicaciones, la electricidad, el gas, los hidrocarburos y, de forma emergente, algunos que aún están mayoritariamente en mano público como la sanidad o la educación son caldo de cultivo de la corrupción. La inoperancia de las autoridades reguladoras, en las que las puertas no paran de girar en un permanente proceso de retroalimentación de consejos de administrativos y regulador, la pagan los ciudadanos en forma de competencia irreal, manipulada y con marcos regulatorios inadecuados. El territorio español, en muchos ámbitos económicos, está perfectamente repartido entre operadores en competencia que no compiten. También esto es corrupción, también esto forma parte del parásito que, si no reaccionamos, lastrará siempre este país.
Toca votar. Veremos con qué resultado. Los eslóganes están ahí, lugar común de todos los partidos, de los que han sido y los que quieren ser, de los que suben y los que bajan. Todos agitan la bandera de la reforma, de la transparencia, de la regeneración. Temo, sin embargo, que las banderas acaben como los perfiles políticos de redes sociales tras la jornada electoral, tristes y olvidados, en silencio, a la espera de nuevos vientos electorales.