Desventuras del patrimonio histórico de la Iglesia

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Nuestro país, con una riqueza monumental difícil de igualar, cuenta con instrumentos legales de protección teóricamente suficientes, como la Ley 16/1985, de 25 de junio, del Patrimonio Histórico Español y las leyes autonómicas en la materia, revalorizadas por la STC 17/1991, de 31 de enero, aunque el pasado 17 de julio haya recaído una sentencia que ha declarado inconstitucionales varios apartados de la reciente Ley de la Comunidad de Madrid.

Mucho antes, por Real Orden de 13 de junio de 1844, se crearon las comisiones provinciales de monumentos y la Comisión Central para proteger los edificios, documentos, archivos y objetos de arte que habían pasado a ser propiedad del Estado tras la desamortización de ocho años antes. En el siglo XX, se promulgó la Ley de 7 de julio de 1911 sobre Excavaciones Arqueológicas y en la Dictadura de Primo de Rivera se expidió el Real Decreto-Ley de 9 de agosto de 1926 sobre Protección, Conservación y Acrecentamiento de la Riqueza Artística. Ya en la II República, se aprobó un día después que la Constitución, la Ley de 10 de diciembre de 1931 sobre enajenación de bienes artísticos, arqueológicos e históricos de más de cien años de antigüedad y poco más tarde la benemérita Ley de 13 de mayo de 1933 sobre Defensa, conservación y acrecentamiento del Patrimonio Histórico-Artístico. En el franquismo, también una Ley de 22 de diciembre de 1955 promovió la Conservación del Patrimonio Histórico-Artístico. Muchas normas, pues, hasta la actualidad, lo que viene a evidenciar que ninguna logró plenamente sus objetivos, pese a los muchos expolios que sin duda evitaron y pese a la buena voluntad de sus promotores.

Todo esto ha sido exhaustivamente estudiado en nuestra doctrina jurídica por investigadores de la talla de Juan Manuel Alegre, Concepción Barrero o Rosario Alonso, a los que me remito para quien quiera incrementar sus saberes en la materia.

Pero un hecho evidente, a vista por tanto de profano, es el volumen de bienes, raíces y muebles, de interés histórico, artístico o documental, que pertenecen a la Iglesia Católica y que, pasados los vientos desamortizadores de las manos muertas, siguen en manos de la autoridad diocesana o de las órdenes regulares. Las leyes afectan a todos pero los bienes de la mitra o de los conventos, pese a beneficiarse de continuas subvenciones y otras ayudas públicas para mantenerse en buen estado, no siempre se han preservado como ordenaba el legislador nacional y ahora, por ejemplo, la UNESCO.

Casi es un tópico aludir a lo sucedido en centenares de iglesias y capillas rurales. Expolios consentidos, ruinas no atajadas, algunos párrocos ignorantes, “modelnos” o desaprensivos, cuando no negociantes con chamarileros y, en todo caso, ausencia total de vigilancia en los templos. Me refiero a los templos de los pueblos, pero la ausencia de medidas de seguridad también ha afectado a grandes basílicas urbanas. Recordemos la sustracción hace bien poco del código Calixtino, de mediados del siglo XII, o el robo y destrucción, en 1977, de las cruces, de los siglos IX y X, de la Cámara Santa de Oviedo. En dos catedrales.

Pero permítanme volver al mundo rural para relatar una experiencia vivida hace casi veinte años. Durante una excursión veraniega, en una iglesia rural de mi región, examinando los altares menores, todos con retablo barroco, en el del lado de la Epístola, observé varias inscripciones antiguas y, entre ellas, figuraba una con mi apellido paterno, lo que me dejó sorprendido. Supuse que podía referirse a un pariente clérigo, del que no teníamos ninguna noticia. Por entonces los móviles no tenían cámara y yo no llevaba ninguna conmigo, por lo que además de contarlo en casa y comprobar que nadie sabía nada de tal presunto familiar, me preparé para, al año siguiente, retratar la inscripción y el altar. Pero -¡ay!-, cuando volví, el párroco y sus secuaces habían laminado los dos altares laterales del presbiterio dejando lisa, monda y lironda la pared. Con los retablos no se atrevieron. Daños colaterales y muy tardíos -30 años después- del Concilio Vaticano II. Total que me quedé a dos velas, que de eso sí había en la iglesia. En efecto, el concilio abierto por el Papa Juan XXIII había supuesto un gran avance hacia la modernidad, pero también una amenaza destructiva, en muchos casos consumada, para el patrimonio artístico. La supresión de los altares menores, el altar mayor separado del retablo para oficiar de cara al público o la igualación de alturas en el presbiterio entre la liturgia de la palabra y la eucarística supusieron obras a veces muy poco respetuosas con la historia y con la arquitectura y la ornamentación original. De hecho, recuerdo de niño, cómo, en un pueblo de la montaña de León, unos albañiles desgajaban un ara de fábrica de su contiguo retablo a base de pico y pala. Casi como Calvino en Ginebra.

En el sucedido de la inscripción, como el templo ni era ni es BIC y los altares no estaban siquiera inventariados, tampoco pude pensar en los artículos 321 y siguientes del Código Penal y denunciar a los autores de aquel atentado, que hasta igual era de pleno agrado de la feligresía, lo que me hubiera creado no pocos problemas. Además, seguro que dirían que habían sido las termitas, como en Santa Catalina de Sevilla o en la catedral de Palencia. Ingenuamente llegué a pensar si los altares retirados habrían sido depositados en algún lugar donde poder examinarlos. El tiempo me hizo pensar que no era muy aconsejable ir a remover vertederos. Quizá algún gran erudito del barroco, como el profesor murciano Germán Ramallo Asensio, conserve alguna foto que sirva de testimonio histórico, aunque nada pueda leerse en ella.

Por cierto, la parroquia está bajo la advocación de San Miguel Arcángel, príncipe de las legiones celestiales, que no estuvo muy atento para abalanzarse sobre tan perniciosos zopencos.

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