La provincia, la ordenación territorial que de ella deriva y que viene del primer tercio del siglo XIX, sigue originando pleitos y enfrentamientos. Cuando se redactó la Constitución, quiso el legislador protegerla porque sin duda temía la voracidad de las Comunidades Autónomas, entonces astros ascendentes en el firmamento de las Administraciones públicas españolas. Todo estudioso sabe que el poder político lo primero que necesita es asentarse en el territorio para poder desplegar su fuerza, así es desde la noche de los tiempos, el Estado no habría nacido si no hubiera desplazado de sus posiciones a los señores feudales y a la Iglesia, ambos poderosos competidores, celosos de sus atribuciones y del ejercicio de sus prerrogativas.

Pues bien, al crearse las Comunidades autónomas se meditó sobre el modelo provincial y de esa meditación surgió la supresión de la provincia como tal y de su órgano de gobierno, la Diputación, en aquellas Comunidades que nacían exclusivamente sobre el territorio de una vieja provincia (Asturias, Murcia etc). En las demás se quiso afianzar su supervivencia, temeroso el legislador – como he adelantado- del apetito del flamante político autonómico. A mi juicio fue un error, creo – y así lo he defendido en varias ocasiones- que nada hubiera pasado si el espacio provincial hubiera quedado a la disponibilidad de las Comunidades autónomas, autorizadas por tanto para mantenerlas, suprimirlas o sustituirlas por otras organizaciones (por ejemplo, las comarcas) en función de las características de sus respectivos territorios. España admite estas singularidades  porque tales territorios – como asentamientos poblacionales- son muy distintos y por tanto toleran un trato diferenciado. No se hizo así y por eso los roces entre Comunidades y Provincias son frecuentes, de ahí que exista una amplia jurisprudencia constitucional que se ha ocupado de ellos.

Es el caso de la sentencia de 21 de julio de este año (82/ 2020) que ha insistido en que una ley autonómica puede obligar a las diputaciones de su territorio a que aborden actuaciones concretas en materia de servicios sociales siempre que cumplan determinados requisitos.

El territorio del que hablo es la Comunidad valenciana – pródiga desde lejanos tiempos en estos enfrentamientos-, la ley, la 3/2019 de 18 de febrero y la acción ante el TC, la interpuesta por más de cincuenta diputados del Partido Popular.

Los magistrados parten de una declaración genérica de respeto a la autonomía provincial – distinta a la local municipal, añado yo, como he explicado desde hace años-. En efecto, la Diputación debe gestionar pero eso no impide que la Comunidad autónoma pueda ejercer determinadas funciones de coordinación siempre que las mismas no se configuren de modo tan expansivo que estrangulen el espacio propio de esa autonomía provincial constitucionalmente garantizada.

Y para que esta infracción constitucional no se perpetre, la ley autonómica debe tener en cuenta:

a)  que exista un interés supralocal, que exceda pues del ámbito que es propio de la actuación municipal;

b) que las diputaciones afectadas por esas medidas de coordinación participen en el diseño de la coordinación proyectada por la ley autonómica:

c) que la ley procedente de la Asamblea legislativa de la Comunidad, en este caso las Cortes valencianas, respeten el principio de suficiencia financiera de las diputaciones.

La sentencia declara a renglón seguido la inconstitucionalidad de algunos preceptos menores de esa ley valenciana.

La doctrina no es nueva por supuesto y se inscribe en el cuidado que el TC ha puesto en no destruir la provincia y su autonomía siendo la cita clásica la de la sentencia de la ley catalana 32/1981. Con todo, los recortes de atribuciones provinciales en materias como estos servicios sociales que aquí se han tratado o los de carreteras y sanidad son constantes y, allí donde subisisten las competencias en términos tradicionales, se las somete a esta coordinación que es la que el TC contribuye a que no se desparramen (así por ejemplo la Sentencia 48/2204).

Porque, si así no procediera el Tribunal, en pocos años veríamos unas Administraciones, las Diputaciones, desnudas, in puribus como decían los latinos, sin más aliciente que el de servir para engrosar los puestos de la burocracia política.  

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