E pluribus unum

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E pluribus unum. Un lema sencillo, sin alardes, que luce solitario en la cúpula del Capitolio de los Estados Unidos. Dice poco, pero lo dice todo. La vieja Europa, los viejos europeos, con cierto aire de superioridad, vergonzosamente evidente, solemos destacar lo que de negativo existe en los Estados Unidos, obviando lo mucho que de esa nación convendría valorar y aprender. Los queremos cuando los necesitamos, cuando nuestras viejas querellas de viejos europeos nos han llevado a matarnos entre nosotros o cuando, tras la matanza, necesitamos reconstruir lo destruido o defendernos de nuestros enemigos. Pero, superadas esas crisis, volvemos a las andadas, retomamos nuestros prejuicios.

Pero no quiero ahora centrarme en la percepción que la vieja Europa, y su naciente, burocrática y asimétrica Unión, tiene de los Estados Unidos. Mi interés, y el objeto de este comentario, es más local, se ciñe a eso que llamamos España. Y digo “eso” porque empieza uno a no saber exactamente de qué se habla cuando de España se habla. Porque, hoy por hoy, depende de quién usa este término, que no son todos, pues para algunos es una especie de tabú que sustituyen por algo que llaman “Estado español”. Estamos muy lejos del lema norteamericano “e pluribus unum”, en las antípodas más bien. Pero, siendo esto así, lo más preocupante es que ni existen consensos actuales o previsibles de donde estamos ni tampoco la certeza de que seamos, ni queramos ser, uno.

Lo común, esa unidad que nace de la pluralidad, no nace de la nada, no puede presuponerse como algo preexistente y que no desaparecerá. Es algo que, como demuestra una nación como los Estados Unidos, una nación, una, ha de trabajarse cada día, en las calles, en las escuelas, que han de acoger y no excluir, ni segregar, en las instituciones de la nación, de todos, para todos y por todos, en los memoriales, en el respeto a sus muertos, quizá incluso más que a sus vivos, y en el consenso sobre una historia, su historia, la historia, compartida. El punto más alto del cementerio militar de Arlington, bajo el cual está la tumba de JFK, es la mansión en la que vivió el General Lee, confederado, amnistiado por el presidente Andrew Johnson, como el resto de quienes se alzaron en rebelión contra los Estados Unidos provocando la cruenta Guerra Civil americana. Esa casa forma parte de un Memorial de los Estados Unidos, de la nación. ¿Dónde están nuestros memoriales compartidos? ¿Dónde nuestra historia, la historia, común? ¿Dónde?

Estados Unidos es también el país de Trump, su cuadragésimo quinto presidente. No es algo, en mi modesta opinión, de lo que estar orgulloso. Pero Estados Unidos fue también el país que supo votar contra Trump y que, frente a él y a lo que representa, aunque se haya extendido por el mundo, también aquí, está reaccionando y defendiendo sus instituciones. Trump va a ser juzgado, en varias causas, por presuntos delitos que, permítaseme una simplificación, pura descripción, atentaban de diversas formas contra la democracia norteamericana y sus instituciones. Trump es populismo, de derechas en su caso, pero da igual, es populismo. Pero Estados Unidos es también el país de Roosevelt, aquel presidente que ideó y lideró el New Deal, un presidente que dijo, como en su Memorial se recuerda, que “the test of our progress is not whether we add more to the abundance of those who have much it is whether we provide enough for those who have too little”. El test de nuestro progreso…

No recuerdo ninguna afirmación relevante de un jefe de gobierno o de Estado de nuestro país. Tampoco de los máximos responsables de nuestras comunidades autónomas. El National Mall, en cambio, está lleno de ellas, de afirmaciones o reflexiones de presidentes, y de activistas. Impecablemente presentadas, impecablemente mantenidas, impecablemente respetadas. Algo difícilmente imaginable hoy aquí, en la vieja Europa que mancilla museos, en la vieja España incapaz de superar sus divisiones. España, sea lo que sea, está hoy más escorada hacia el populismo trumpista que hacia quienes, paso a paso, han construido, y mantenido, una nación como Estados Unidos. ¿Cuánto populismo soportará nuestro país? ¿Cuánto más? Populismos de izquierdas y derechas, localistas, constitucionalistas, nacionalistas, cantonalistas… populismos que, en definitiva, utilizan la mentira como argumento para finalidades que, legítimas en origen, se tornan en la falsedad espurias. Respuestas sencillas, e imposibles, a problemas complejos. Tenemos de todo.

España, sea como sea, está abocada a definirse de nuevo… o a sucumbir en la indefinición. Es indispensable un nuevo pacto que nos ratifique como nación, si así queremos que sea, que defina el ámbito de lo común y de lo diverso, y que nos dote de unas instituciones adecuadas concebidas para atender y gobernar ese nuevo pacto constituyente. De nada sirven, para gobernar un nuevo pacto constituyente, un Senado que no sirve para nada ni un Congreso cuyos diputados, en una parte relevante, no se consideran representantes de todos sino únicamente de quienes les han votado, con una percepción partidista, y lógica, en sus territorios, acaso obviando lo que quieren los que no lo han hecho. Como ha dicho un reputado político español, que hoy sirve en la Unión, quizá el problema de ciertos nacionalismos sea un problema entre los habitantes del territorio al que dicen representar.

No afrontamos un problema de más transferencias de competencias para algunos, ni de mejoras del sistema de financiación para otros. Subastas y chantajes no hacen naciones. Tampoco lo hacen las élites madrileñas que sólo conciben una nación radial, en la que todo es periferia bajo tutela. Esa concepción de España es quizá nuestro mayor problema. Afrontamos un problema estructural. Hoy debemos revisar elementos esenciales del pacto constitucional como el sistema electoral o el rol del Congreso y el Senado. Debemos concretar lo que queremos común y residenciarlo en el Congreso, que nos debe representar a todos, sin nadie que aparte o imponga banderas, sean cuales sean. Debemos concretar lo que queremos plural y residenciarlo en el Senado, un Senado que sirva para algo, que decida sobre nuestra diversidad y que represente a los territorios, a quienes los territorios hayan decidido que les representen. Una nación debe construirse sobre instituciones que permitan gobernarla, organizadas para gobernar la realidad que deben gestionar. Una nación debe construirse sobre instituciones que nos representen a todos, ciudadanos y territorios, concebidas, y actualizadas cuando sea necesario, para que nos representen a todos. No podemos continuar jugando a una ruleta rusa electoral asimétrica. Responsabilidad, por favor. Cambiemos lo que realmente ha de cambiarse si es que queremos continuar teniendo algo en común. Una nación no puede ser un divorcio eterno.

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