Hay varios especialistas que consideran que el problema de fondo actual, que afecta de manera transversal, es la falta de confianza que genera un déficit reputacional en múltiples dimensiones. Es curioso ya que esta preocupación no afecta solo al sector público sino también al sector privado. Las empresas privadas consideran que su principal fortaleza o debilidad reside en la confianza social hacia su marca. Despliegan todo tipo de estrategias de comunicación y de gestión para poder incrementar su reputación y lograr más confianza social. Fruto de esta preocupación muchas empresas se están orientando hacia lo que denominan economía del propósito que representa un paradigma que va mucho más allá de lograr beneficios para satisfacer a sus propietarios y accionistas. La economía del propósito aspira a lograr un valor transversal, más allá del mero económico, en el que una empresa logre aportar valor social por distintas vías.

Esta preocupación del ámbito empresarial tiene paradójicamente una naturaleza pública, pero son las instituciones y administraciones públicas las que dependen, desde hace mucho tiempo, de la confianza y de la reputación. Instituciones públicas sin legitimidad social son instituciones fallidas. La Administración posee por definición los ingredientes de la denominada economía del propósito: la defensa del bien común y del interés general. Pero durante los últimos tiempos parece que las administraciones hayan abandonado esta lucha por retener y/o ganarse la confianza social. Hacer frente a un entorno turbulento y mucho más complejo, la implantación cada vez más sofisticada de la Administración digital, un dédalo de dinámicas de innovación sin un propósito claro, el derrumbe del modelo de función pública, nuevas formas de organización del trabajo (desde el trabajo colaborativo al teletrabajo) han dominado una agenda que ha dejado de lado a los ciudadanos. En las décadas anteriores dominaba un mantra que era «poner al ciudadano en el centro de todas las preocupaciones, estrategias e innovaciones». Una sentencia que era una obviedad pero que funcionaba. Ahora este centro gravitacional se ha transformado en un complejo sistema policéntrico en el que la ciudadanía y los ciudadanos ocupan una posición marginal. Se trata de un gran despiste sutil y silencioso pero que ya manifiesta sus consecuencias: hay una evidente crisis de confianza y de reputación de las instituciones y administraciones públicas. Con esta crisis las administraciones pierden su identidad y carecen de un anclaje sólido. La crisis de confianza social se expande y contamina también las dimensiones internas: los empleados públicos desconfían de la dirección política y viceversa, los empleados públicos desconfían de los directivos profesionales y viceversa, los empleados desconfían entre ellos tanto a nivel colectivo (especializaciones o ámbitos profesionales) como a nivel individual.

La dirección pública no tiene mucho recorrido en un contexto generalizado de desconfianza ya que es la instancia organizativa que más necesita un clima de confianza.  No se puede dirigir bien al personal que desconfía (la legitimidad de la dirección pública no es muy elevada) y del que, precisamente por esta desconfianza, también desconfías. Sí, además el directivo público tampoco le merece mucha confianza el responsable político del que depende el resultado es que la dirección pública levita en un sistema en que no tiene amarres ni superiores, ni inferiores ni horizontales (los directivos también suelen desconfiar de los otros directivos por la falta de reglas claras en la dirección pública profesional). Pero el actual clima de desconfianza también posee una derivada organizativa: directivos y empleados públicos también desconfían de la Administración digital, desconfían del caótico modelo de gestión de recursos humanos como fuente de arbitrariedad e injusticias laborales, desconfían de unas estructuras administrativas agotadas y con inflación orgánica, etc. Las nuevas formas de organización del trabajo como el trabajo colaborativo, las dinámicas transdisciplinas, la transversalidad, la gestión por proyectos o el teletrabajo están abocados al fracaso ya que su principal requisito es que se desarrollen en el marco de sólido clima de confianza.

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