Escepticismo universitario

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En manos ya del Senado, desde su aprobación en la Cámara Baja el pasado 22 de diciembre, es casi segura la inminente promulgación de la Ley orgánica del Sistema Universitario. Una reforma más de las no pocas habidas desde 1983. Confieso la pereza que me produce el leer estas modificaciones, en este caso toda una ley de aparente nueva factura, porque llevo muchos años comprobando que, pese a las buenas intenciones, ni la cualificación del profesorado, ni los conocimientos adecuados de los estudiantes, ni la excelencia investigadora ni la gestión universitaria y su relación con la sociedad se mejoran a golpe de BOE y de protagonismo de los titulares de los Ministerios de turno que, evidentemente, no son Alonso Martínez, Azcárate o Santamaría de Paredes.

Con esta próxima ley orgánica, con la vencida reticencia apuntada, no me ha quedado otra que leerla, examinarla e ir viendo los sucesivos cambios en su tramitación. En otra ocasión, una vez que lea el diagnóstico de los expertos en el tema, como la profesora Miriam Cueto, no dejaré de escribir, al menos desde la óptica puramente jurídica. Pero adelanto que hay aspectos que comparto, aunque se han quedado cortos y otros que veo muy poco pertinentes, como la descentralización de la acreditación nacional del profesorado funcionario.

Pero la presente reflexión va más allá (o acá) de lo jurídico. Y es muy pesimista, lo adelanto. A la actual Universidad la están salvando un buen número de docentes vocacionales y sacrificados, una parte del alumnado, interesada por los saberes de los que esperan vivir y algunos abnegados empleados de los rectorados, centros y departamentos. Pero la tónica general se acerca a lo patológico, como pronto diré. Y no es sólo cuestión de financiación y medios materiales, aunque también; significativamente en lo que toca a la investigación, por más que, todo lo hay que reconocer, los programas estatales y autonómicos de proyectos científicos han mejorado muy notablemente.

Pero digo que hay cosas y datos que chirrían y que, a estas alturas, es imposible revertir. En un país pendular como el nuestro, nadie se escandaliza de que, durante cuatrocientos años sólo hubiera diez universidades; hasta la democracia, dieciocho más y que en los últimos treinta años, se crearan otras veinticinco; muchas privadas y, en total, superando ya las setenta. Se ha ido, resumiendo mucho, a la universidad provincial (y a veces provinciana) y al no excesivo rigor a la hora de crear campus. Hay de todo, es lo cierto; pero eso es lo grave: que hay de todo y no una homologación de calidad en la selección de profesores y estudiantes y, no digamos nada, en la dedicación investigadora, aunque algunas instalaciones ya las quisieran para sí las instituciones multiseculares en este campo.

No hemos sabido buscar un punto intermedio. Ni el elitismo ni el todo vale. Ni el gratis total ni el hacer caja. Hay, en efecto, jóvenes que, mejor o peor informados (esa es otra), se buscan una beca, que las hay, aunque insuficientes, para poder cursar estudios en una Facultad de referencia en su campo. Y hay familias con recursos que, normalmente atendiendo al deseo de sus vástagos, les pagan la estancia y matrícula lejos de sus domicilios, fundamentalmente en Madrid. Cada caso merecería un comentario, pues no se puede generalizar. Pero lo indubitado es que hay un mosaico de Universidades que facilita, con alguna excepción, que cada quien curse lo que más le apetece. Pero claro, no todas las carreras tienen el mismo tirón, aunque, por condescendencia y para evitar conflictos, rectorados y comunidades autónomas, sigan tratando y manteniendo esas titulaciones, en sí necesarias, como si fueran las de más demanda.

Porque, ¿no es una patología el que haya centros con más profesores que alumnos? Creo que todos los sabemos y son muchos. Y ¿no es anormal, en un país que pretende la mejor proyección de los jóvenes y la garantía del relevo generacional, que la pirámide del profesorado esté invertida? En mi Área de Conocimiento -como en otras muchas-, de una universidad mediana, hay más catedráticos que otras figuras de profesorado y nada digo de personal en formación. Con la próxima brecha generada por jubilaciones masivas, a ver cómo nos apañamos con esta política de proteger y promover mucho más a los que ya están que a los que desean estar.

Otra historia, donde cuesta mucho tener la valentía de rectificar, es la actual configuración de los Planes de Bolonia, así llamados para mayor inri de esa ciudad en la que algunos estudiamos. Lo de hacer participar activamente a los matriculados y el no abusar de las clases magistrales, es algo que ya vi en muchos docentes y que he procurado seguir con mucha antelación a la actual configuración, que ha reducido drásticamente las horas de formación teórica de asignaturas basales, haciendo casi imposible explicar o exigir un programa congruente. Lo pensamos y decimos muchos, pero nadie tiene coraje o humildad para revertir los errores.

Quizá el próximo invento en pos de la cercanía sea permitir que los Ayuntamientos creen universidades, aludiendo a algún precedente histórico. ¿Por qué los pueblos –como los sigue llamando el Código Civil- no van a poder crear una Facultad o una Escuela Técnica? Sería, como tantas cosas, el invertir el curso de los siglos. De hecho, ya hay muchas experiencias municipales bautizadas como “universidades populares”; disparmente demandadas, pero no generalizables en cuanto a la calidad y hasta utilidad de lo que allí se aprende. De todo hay y me consta.

Decía, de momento en broma, que podría darse la vuelta al hecho histórico de esa benéfica Extensión Universitaria que nació, precisamente, en mi Universidad. Se pretendía llegar al pueblo, a las clases trabajadoras, a las gentes sin estudios. pero con inquietud por las ciencias y las artes. La Universidad formaba al pueblo y quizá, en un futuro, sean los pueblos los que conformen universidades. Eso sí, palabras como calidad, excelencia y demás, seguirán utilizándose.

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