En este mismo blog, personas sabias y expertas han escrito sobre la llamada Administración electrónica y el acceso de los ciudadanos, a través de la misma, a los servicios públicos. Ciertamente, desde la ingenuidad o el optimismo, puede pensarse que la mejor manera de que las dependencias administrativas sean exquisitas con el principio constitucional de objetividad es dejarlo todo en manos –o en dígitos- de una maquinaria sin sentimientos ni intereses, absolutamente imparcial y ajena a recusaciones y abstenciones. En efecto, a poco bien programado que esté uno de estos ingenios electrónicos, tendrá que soltar la información requerida sin demora ni tentaciones de guardar en el cajón la solicitud. Otra cosa es el tema de la interrelación, las ventanillas únicas, en definitiva. Porque aunque las bases de datos y sus terminales no sean de carne y hueso pueden, por mor de quien las programa y controla, rechazar la reciprocidad o negar, simplemente, lo que desde otra instancia cibernética se les exige. Las malas relaciones entre gestores de distinto signo político (o del mismo, que a veces es peor), pueden acabar pagándolo esos administrados que, según el benemérito artículo 149.1.18ª de la Constitución, tienen derecho a “un tratamiento común” ante las distintas Administraciones. Algo que se proclamó hace más de treinta años y ya vemos dónde estamos.
En fin, que la inteligencia artificial, al final, igual no se escapa del todo de los malos rollos y atiende mejor a sus parientes –al aparataje de la misma marca- que a los extraños o a los que son manejados por los adversarios de sus manipuladores, con perdón. Sin olvidar que detrás de todo el proceso de transformación en el campo de la computación hay grandes intereses económicos en juego.
Pero no pretendo seguir por ese camino ya que, como he dicho, doctores tiene esta santa web para ahondar en el tema. Lo que deseo trasladar es que, prácticamente a la vez que se promulgaba una Ley como la 11/2007, de 22 de junio, de Acceso electrónico de los ciudadanos a los servicios públicos, veía la luz el Estatuto básico del empleado público, aprobado por Ley 7/2007, de 12 de abril, donde, como ya escribimos en otras ocasiones, se llega al paroxismo en cuanto a los deberes y principios éticos y de conducta, incluyendo, claro está, el tratar “con atención y respeto a los ciudadanos”, informarles sobre “aquellas materias o asuntos que tengan derecho a conocer” y facilitarles “el ejercicio de sus derechos y el cumplimiento de sus obligaciones”. Es decir, el mismo Parlamento que aprueba una Ley lo más impersonal posible en el acceso a las oficinas públicas, promulga simultáneamente otra norma en la que detalla una larga casuística de relaciones personales entre ciudadanos de a pie e integrantes de la función pública. Reglas, por cierto, que no tienen un mero carácter transitorio hasta que todos, desde casa o desde un cibercafé, podamos instar la expedición de un título o el otorgamiento de una concesión demanial. Igual que el libro electrónico no acabará con las bibliotecas ni con los ejemplares en papel, la llamada e-Administración no podrá erradicar las relaciones humanas. Salvo que nos carguemos al funcionariado, como más de un iconoclasta desearía para poder obrar con mayor impunidad. Porque, reitero, si alguno cree que con la distancia virtual se van a acabar los mercadeos y el tráfico de influencias nacido de una relación de confianza, aviado va. Baste leer en la prensa de los últimos meses las barbaridades que se proponen o pactan por correo electrónico, por sms o por conversación telefónica delatada por el famoso SITEL.
Además, si estamos peleando desde los derechos de consumidores y usuarios, contra esas deslocalizaciones abusivas ante las que nos sentimos indefensos cuando intentamos reclamar algo –por teléfono, porque nada sabemos de sedes físicas- y sólo obtenemos musiquitas de fondo y nombres dudosamente veraces de operadores que nos pasan con otros operadores hasta que nos aburramos, no vamos a preconizar tal modelo para la gestión pública. En un país abocado tristemente al envejecimiento demográfico, no querremos llenar los geriátricos de terminales. Y en un país donde aún no se ha frenado el éxodo rural, ¿cómo exigiremos a un alcalde que no puede prestar los servicios mínimos que conteste electrónicamente a los vecinos de la aldea, supuestamente convertidos todos en cibernautas? Hay que ser realista e ir poco a poco, sin lanzar las campanas al vuelo y, desde luego, atendiendo a los contribuyentes, de los que viven todos los políticos liberados y también el personal de la Agencia Tributaria, como se merecen. Por más que en doctrina se haya dicho, creo que con razón, que la expresión “con deferencia” del artículo 35.i) de la Ley 30/1992, sea un exceso lingüístico.
Con ese trato correcto, atento y respetuoso encaro la reflexión de fondo. Con la experiencia de quien ha servido al Estado en cuatro Comunidades Autónomas –en una, por lo militar y en tres por lo civil- y tiene amigos y colegas en las demás, traslado una percepción unánime que seguro que todo lector comparte: por sofisticados que sean los servicios públicos que atesoran archivos, registros, bibliotecas y demás patrimonio cultural; por avanzada que esté la atención al paciente sanitario; por actualizados que estén los datos de prestaciones sociales, educativas o de cualquier orden… a la postre, siempre hay una persona imprescindible, que nos infunde confianza y que, cuando se va de vacaciones, pilla la gripe, se traslada o se jubila, nos hace añicos como usuarios. Se dice despectivamente que los cementerios están llenos de gente imprescindible, queriendo significar que nadie lo es. Yo más bien diría que, a veces, las oficinas públicas parecen cementerios de prescindibles cuando no está la persona adecuada, versada, amable; competente, en suma. Conozco a investigadores, no pocos, que renuncian a avanzar en trabajos sofisticados hasta que no retorna la o el funcionario cualificado, atento y colaborador. Y es que culpa, en parte, del sistema –aunque comprensible- es la especialización de las funciones a cumplir, -la idea, en suma, del responsable de expedientes y tramitaciones-, que hace que las suplencias sean complicadas de cubrir y de que subsistan códigos arcanos en manos de un solo servidor público. Este sí es un tema de calado merecedor de una buena monografía o de una beca de alguna de tantas Administraciones.
Pero no sólo es la competencia por razón de la especialización monopolizadora. También es la educación y las buenas maneras. Nadie exige simpatía cuando la madre naturaleza la ha negado, pero la ley impone un trato decoroso y una atención diligente. Las disparidades de trato dañan enormemente la imagen del sector público, al que históricamente se asociaba con lo adusto, con los funcionarios de traje oscuro y palabra sobria y grave. Es más, se decía –y aún hoy esto se predica de la enseñanza o la sanidad- que el sector privado ofrece un trato más personalizado, más humano, que lo vuelve más atractivo aunque no salga gratis. Pues ya sabe el Estado, en sentido amplio, lo que tiene que hacer para competir.
Aunque esto de la amabilidad y la corrección uniforme en el trato también se está perdiendo en muchas parcelas privadas o privatizadas, que es peor. Antes aludía a las compañías deslocalizadas que nos maltratan telefónicamente, tras haber transgredido nuestra intimidad con llamadas y ofertas de productos. Pero añado un ejemplo que conozco bien: las compañías aéreas. Por mis actividades tengo, con frecuencia, que intentar cambiar horarios de vuelos en los aeropuertos. Me ahorro de contar el rosario de anécdotas que guardo en la memoria, pero resumo que, en función de la persona que uno se encuentre en la oficina o el mostrador de la compañía, las cosas se vuelven extremadamente fáciles o manifiestamente imposibles. Gratuitas u onerosas, sin explicación (que la habrá, supongo). Razonables o abusivas. El último fin de semana, sin ir más lejos, me dirigí, en un gran aeropuerto nacional, a cambiar un vuelo intentando viajar en un avión al que le faltaban setenta minutos para despegar. Primera bofetada verbal del caballero desganado que me atendió: “no le da tiempo”. Como insistí, con muy mal gesto inició los trámites y añadió: “pero tiene recargo, no le conviene”. Insistí en que sí me interesaba de todas formas”. Añadió: “no, que le sale caro”, sin decirme, por cierto, cuánto. Tras una presión que iba consumiendo minutos, me imprimió de malas maneras la tarjeta de embarque y, como le pagué con tarjeta, literalmente me la devolvió como quien tira una jabalina. No dijo ni adiós. Por supuesto, me sobraron veinte minutos para embarcar. Pero para embarque, en sentido figurado, el de la compañía que tiene sujetos así atendiendo al personal. Claro que, cuando se disfruta de una posición dominante en el mercado, las formas importan poco. Espero que, en las Administraciones, donde ya hay normativa que llama clientes a los interesados no se llegue nunca a tales extremos. Aunque no tardaremos en toparnos con robots groseros y malencarados, para orgullo de su inventor que pensará en haber creado lo más parecido a un ser humano.
Estimado amigo.
Mucha razón tienes en la reivindicación del factor humano en los servicios públicos y desde luego en tus reflexiones sobre el maltrato sistemático del consumidor. Por otro lado, y desde la admiración y el aprecio que sabes que te tengo desde siempre, y más desde nuestra última colaboración, debo matizar otro punto de tu texto, no porque dude de la intención del autor, sino para no que no de pie a una mala interpretación del lector: la Administración electrónica es perfectamente compatible con la humanización de la relación jurídico administrativa. Y me permito matizarlo (o si se quiere, recordarlo, puesto que ya lo dije), porque este es justamente el argumento de quienes tratan de desvirtuar el proceso de modernización de la Administración, el cual por cierto es algo mucho más complejo y completo que la mera y simple implantación de las nuevas tecnologías, y en el que precisamente por eso tiene perfecta cabida (un encaje, de hecho,
El procurador del Comun de Castilla y Leon me ha dado la razon en cuanto a mi derecho a solicitar del Ayuntamiento la copia de un acta del pleno.Pero al no ser vinculante dicha resolucion se niega a darmela¿hay alguna manera de exigir dicha acta?
gracias
En sede municipal: recurso de reposición contra la resolución que
desestime expresamente la solicitud de una copia del acta.
En el Juzgado de lo contencioso administrativo: Cuando no hay resolución
expresa denegatoria y lo que hay es una inactividad municipal, pero la copia del acta no se entrega, con independencia de que la Ley establezca silencio administrativo positivo o negativo, para la solicitud correpondiente; se puede presentar el recurso previsto en los artículos 29 y 32.1 de la Ley de la Jurisdicción Contencioso Administrativa 29/1998 de 13 de julio.
Muchas gracias