Incendiarios resistentes al Código Penal

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Las imágenes desoladoras de los últimos días en Galicia y Asturias –no digamos ya en Portugal- nos llevan a todos a reflexionar sobre el papel, preventivo y represivo, del Derecho frente a los incendios o, para ser más precisos, ante quien los provoca.

Sabido es que los infractores suelen ser más astutos que el legislador y más ágiles que la policía y la Justicia. Y también es conocido que, la regulación jurídica, no es nada sin la debida atención de los montes, en muchos casos absolutamente abandonados en el feraz noroeste de la Península.

A modo de recordatorio de algunos hitos penales en materia de incendios, puede aludirse, de inicio, a la crueldad represiva del Derecho romano. Joaquín Escriche, en 1837, escribe que «el incendiario de una casa era apaleado y arrojado al fuego, según las leyes de las Doce Tablas; mas según las leyes posteriores, el de baja condición era echado al fuego o a las bestias; y el de más alta clase era condenado a muerte o a deportación, según el arbitrio del juez». No andaba muy lejos de estas previsiones nuestra Novísima Recopilación de 1804, que contenía medidas procedentes de normas tan alejadas en el tiempo como el Fuero Juzgo y la Real orden de 19 de abril de 1775, pasando por la legislación de Partidas y otros ordenamientos de las edades Media y Moderna.

El Código Penal de 1848, en su artículo 457, castigaba con la misma gravedad –pena de cadena temporal- al pirómano urbano, siempre que los edificios estuvieran deshabitados o no fueran habitacionales, que al rural (mieses, pastos, montes y plantíos).  La pena de cadena perpetua a la de muerte, quedaba reservada para los autores de incendios ejecutados en edificios, buques o lugares habitados, así como en astillero, arsenal, almacén de pólvora, parque de artillería o archivo general del Estado. El artículo 89, por su parte, establecía el garrote como medio de ejecución de la pena capital. Huelga recordar que este mecanismo de ejecución, que se instauró en 1820, quedó generalizado cuando mediante un célebre Decreto de 24 de abril de 1832, el rey Fernando VII abolió la pena de muerte en la horca.

Por su parte, el Código de 17 de junio de 1870, en su prolija tipificación de los delitos de incendio, como se repetirá en los textos que le sucedieron, castiga a los incendiarios de «mieses, montes y plantíos», con pena menos severa que a quienes prendieran fuego a recintos cerrados o habitacionales. Por otro lado, como es común a otros códigos, se considera circunstancia agravante el cometer algún delito con ocasión o por medio de incendio

En la II República, el cuerpo punitivo de 27 de octubre de 1932, siguiendo la tradición iniciada en 1870, preveía que el incendio de habitación en despoblado o de «mieses, pastos y montes», acarreara sólo presidio menor en grado medio a presidio mayor en grado máximo y únicamente en el caso de que lo dañado excediera las cinco mil pesetas de valor. Entre quinientas y cinco mil pesetas, la pena era la de presidio menor y por debajo de los cien duros la pena inferior en un grado. A diferencia del Código de 1928, no se tenía en cuenta el peligro de propagación y, lo que es más sorprendente, la «defensa de la riqueza» nacional de los montes y de la belleza natural, por las que apostaba la Constitución de 9 de diciembre de 1931 (artículo 15. 5º)

No se aprecian grandes cambios en el Código promulgado cinco años después de terminada la Guerra civil. La ejecución del delito por medio de incendio sigue siendo una circunstancia agravante, las conductas vuelven a incardinarse como delitos contra la propiedad e, inicialmente, la quema de mieses, pastos y plantíos o de edificios habitacionales en descampado sigue teniendo un castigo menos riguroso que el previsto para el incendiario urbano. La versión de 1973 sigue siendo de redacción muy conservadora pese a que ya se había promulgado la Ley 81/1968, de 5 de diciembre, de Incendios Forestales. Posteriormente, en pleno desarrollo de las previsiones constitucionales sobre tutela ambiental y delitos ecológicos, la Ley orgánica 7/1987, de 11 de diciembre, añadió una nueva Sección Segunda con la rúbrica de «Incendios forestales», compuesta por tres preceptos, con las letras a), b) y c) del artículo 553 bis. Con otra sensibilidad ambiental, se incrementaban notablemente las penas, que podían llegar a la prisión mayor y a la multa de 50 millones de pesetas y el último de los preceptos añadidos recuperaba el aminoramiento o agravamiento de la responsabilidad en función del riesgo de propagación presente por última vez en el Código de 1928.

Siguiendo, entre otros, a SÁINZ-CANTERO CAPARRÓS, puede decirse que el principal cambio que introduce en la materia el actual Código de 1995, estriba en la nueva situación sistemática de los delitos de incendio que les hace abandonar el tradicional ámbito de los delitos contra el patrimonio, apareciendo en la actualidad referidos a un bien ciertamente novedoso como es la Seguridad Colectiva, a cuya tutela se dedica el Título XVII del Libro II. Un cambio significativo «que venía siendo augurado por los diversos intentos de reforma global del Código Penal español», en una línea más acorde con el derecho comparado y, como ya se ha dicho, con un cierto precedente en el código de 1928. Los penalistas hacen hincapié en que esta alteración sistemática y hasta conceptual tiende a corregir el error de confundir necesariamente incendio con estragos, dirigiendo la incriminación hacia la idea de la peligrosidad del fuego, la graduación de sus modalidades partiendo de la mayor gravedad del riesgo para la vida de las personas. Y especialmente destacan el nacimiento de un objeto jurídico protegido –la seguridad colectiva- novedoso en nuestro ordenamiento punitivo. El Capítulo II de este Título XVII, relativo a los delitos contra la Seguridad colectiva, lleva por rúbrica «De los incendios» y distingue entre el incendio no adjetivado o común, en expresión doctrinal, regulado en el artículo 351, los incendios forestales, precisados en los artículos 352 a 355, que constituyen Sección propia, al igual que los causados en zonas no forestales y, finalmente, siguiendo una larga tradición tipificadora, los incendios en bienes propios

En el delito de incendio común se, castiga con la pena de prisión de diez a veinte años a los que lo provoquen, cuando comporte un peligro para la vida o integridad física de las personas, si bien los jueces o tribunales podrán imponer la pena inferior en grado atendidas la menor entidad del peligro causado y las demás circunstancias del hecho.

La Ley Orgánica 7/2000, de 22 de diciembre, introdujo u segundo párrafo, en el que puede leerse, que «cuando no concurra tal peligro para la vida o integridad física de las personas, los hechos se castigarán como daños…»  Con ello se corrige, en parte, aunque sólo sea por remisión, la reducción inicial de la intervención punitiva del Código de 1995 en los incendios, que, además de excluir «del ámbito de relevancia penal aquellos fuegos, más o menos grandes, que no obstante carecen de capacidad de propagación, por las condiciones en que se producen, sin embargo no llegan a afectar los bienes cuya protección mediata se pretende y que no son otros (…) que la vida o integridad de las personas, o los recursos naturales y el medio ambiente» .

Los incendios forestales, estudiados entre nosotros por Marta AGUILERA SÁNCHEZ, se incluyen en un artículo 352, concebido para castigar con las penas de prisión de uno a cinco años y multa de doce a dieciocho meses a los que incendiaren montes o masas forestales, aunque si ha existido peligro para la vida o integridad física de las personas, la pena será la del artículo precedente -prisión de diez a veinte años-, imponiéndose, en todo caso, la pena de multa de doce a veinticuatro meses. Debe tenerse en cuenta el mandato del artículo 45.3 CE de tipificar, como infracción penal o administrativa, la violación del principio de utilización racional de los recursos naturales, así como la obligación de reparar el daño causado. La llamada del constituyente tuvo una primera respuesta en la Ley Orgánica 8/1983, de 25 de junio, de Reforma Urgente y Parcial del Código Penal y en su artículo 347 bis. Actualmente, los delitos ecológicos están recogidos en el Capítulo III del Título XVI del Libro II del Código Penal de 1995 y, primordialmente, en el artículo 325 que excluye –como ya hacía el tipo de 1983- la degradación de los bienes naturales por incendio dada la inclusión de estos delitos bajo otra rúbrica, que actualmente es la relativa a la Seguridad colectiva. Aunque, en el inmediato Capítulo IV del mismo Título XVI, titulado «De los delitos relativos a la protección de la flora, fauna y animales domésticos», sí existe una referencia específica –y por tanto un bien jurídico protegido superior y singular- a la quema de elementos botánicos amenazados.

Volviendo a las penas señaladas en el artículo 352, éstas se aplicarán en su mitad superior cuando el incendio alcance especial gravedad, de concurrir alguna de estas circunstancias: que afecte a una superficie de considerable  importancia; que se deriven grandes o graves efectos erosivos en los suelos; que altere significativamente las condiciones de vida animal o vegetal o afecte a algún espacio natural protegido y, en todo caso, cuando se ocasione grave deterioro o destrucción de los recursos afectados. Y de la misma manera se impondrán dichas penas en su mitad superior cuando el autor actúe para obtener un beneficio económico con los efectos derivados del incendio.

El artículo 354 también parte del criterio antiguo de la propagación o no del fuego: el que prende fuego a montes o masas forestales sin que llegue a propagarse el incendio de los mismos, será castigado con la pena de prisión de seis meses a un año y multa de seis a doce meses, pero quedará exento de pena si el incendio no se propaga por la acción voluntaria y positiva de su autor; es decir, por el arrepentimiento colaborador que, además, logra efectos extintivos de las llamas.

Una previsión de naturaleza claramente urbanística, se contiene en el artículo 355 que por su importancia –conocida- merece ser transcrito:

«En todos los casos previstos en esta Sección, los Jueces o Tribunales podrán acordar que la calificación del suelo en las zonas afectadas por un incendio forestal no pueda modificarse en un plazo de hasta treinta años. Igualmente podrán acordar que se limiten o supriman los usos que se vinieran llevando a cabo en las zonas afectadas por el incendio, así como la intervención administrativa de la madera quemada procedente del incendio».

Recuérdese, en fin, que el artículo 50 de la Ley 43/2003, de Montes, dispone al respecto que las comunidades autónomas deberán garantizar las condiciones para la restauración de los terrenos forestales incendiados, quedando prohibido el cambio de uso forestal al menos durante 30 años y toda actividad incompatible con la regeneración de la cubierta vegetal, durante el periodo que determine la legislación autonómica.

¿Es este recorrido de tipificaciones criminales la historia de una tutela fallida? Ciertamente, por su extensión y gravedad, los delitos de incendio cada vez abarcan objetos o superficies más amplias y ricas. Pero, aunque el instrumento represivo, como se ha dicho, sea en sí, manifiestamente insuficiente, es necesario por más que no parezca intimidar a los incendiarios que, además, en su gran mayoría, saben eludir la acción de la Justicia.

Perdón por el pesimismo, pero nunca llegué a pensar que una densa nube de cenizas impidiera, incluso, amanecer en varias provincias españolas. Quizá otro día pueda escribir ensalzando la eficacia de las normas jurídicas.

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