El pasado 20 de enero, se cumplieron dos décadas de la ratificación por España de la Carta Europea de Autonomía Local, que el Plenipotenciario de España había firmado en Estrasburgo el 15 de octubre de 1985, pocos meses después de aprobada la ley básica de régimen local, aún vigente.
Sería cuestión de analizar hasta qué punto ha condicionado dicha Carta nuestro derecho interno. Porque no hay que ser un experto para cotejar la noción de autonomía local de su artículo 3.1 con la que viene dándonos el Tribunal Constitucional y ver diferencias de calado. O para, a la vista de los nuevos Estatutos de Autonomía, observar alguna disonancia, en lo que afecta a los controles de oportunidad, entre la negación simplista de aquéllos y la redacción más matizada del artículo 8.2 de la Carta Europea. Por no hablar del abismo entre las precisas garantías del principio de suficiencia financiera de su artículo 9 y la depauperada realidad de las Haciendas Locales a las que nunca llegó una generosa y justa aplicación del artículo 142 de la Constitución.
Pero debemos recordar que, de esos aspectos y otros muchos, el Reino de España nunca hizo cuestión. La única reserva que el Gobierno de Madrid estampó al documento del Consejo de Europa, fue la relativa a su artículo 3.2, en el que se señala que el derecho a la autonomía de los entes locales sólo puede ejercerse por asambleas o consejos integrados por miembros “elegidos por sufragio libre, secreto, directo y universal”, lo que, a salvo los territorios forales, no se produce en las Diputaciones españolas, nutridas por representantes venidos de una elección de segundo grado. La contradicción entre la Carta Europea, que exige tal requisito democrático para reconocer la autonomía local y la legislación electoral y local española, es patente.
Es cierto que nuestra Constitución, que garantiza la autonomía a las provincias en sus artículos 137 y 141.2, prevé que su gestión se realice por “Diputaciones u otras Corporaciones de carácter representativo”, lo que facilitaría una solución legislativa acorde con la Carta Europea. Pero ¿quién se va a meter, a estas alturas, a revitalizar el hecho provincial, siquiera con un nuevo tipo de comicios? ¿A quién se la va a ocurrir una medida centrípeta cuando, con las bendiciones oportunas del Tribunal Constitucional, cada Comunidad tira por su lado en lo tocante a la relevancia provincial? Tenemos provincias que son Comunidades Autónomas; provincias forales, una Comunidad foral uniprovincial, provincias insulares en archipiélagos uniprovincial y biprovincial, provincias de régimen común y provincias desahuciadas por un Estatuto de Autonomía. ¿Se puede pedir un muestrario más rico y más representativo de la España plural?
Las provincias nacieron como demarcación para los fines estatales (administrativos, judiciales, electorales), pero ya ni los coches llevan el indicativo provincial, lo que pronto ocurrirá con los prefijos telefónicos. Pronto se vio su utilidad como agrupación de municipios, para corregir los desequilibrios territoriales y subvenir a los más deficitarios, pero en esa labor, encarnada en los beneméritos Planes de Obras y Servicios, les han salido, en muchos lugares, competidores infra y supraprovinciales. En fin, las provincias adquirieron una triple naturaleza cuando se las reconoció como entes locales con fines propios. Pero la época de la beneficencia, de los Hospitales Psiquiátricos o Antituberculosos, es ya historia. Como lo es el concepto de “puerto provincial”, por ejemplo.
Ya se sabe que en muchos lugares el firme arraigo de la división de 1833 sigue indemne. Pero no estaría de más reflexionar pausadamente, de cara a un pacto de Estado, sobre el modelo local que queremos para el futuro inmediato y no contentarnos con remozar el viejo edificio o enjalbegarlo, simplemente, con libros blancos u otras distracciones intelectuales. Pero –y ojalá me equivoque en esta legislatura- qué podemos esperar de un escenario político en el que los partidos no son capaces de ponerse de acuerdo ni en la igualdad de género de principitos y princesitas.
Mientras, con reserva o sin ella, la Carta Europea sigue esperando más de una respuesta.
Excelente reflexión. Creo que de una vez por todas deberíamos plantearnos en España qué modelo de Estado queremos porque yo creo que no lo sabemos. Estamos ante un sistema que partió desde un modelo fuertemente centralista hacia un sistema verdaderamente disgregado pero sin meta marcada.
Muchos reclamamos un generoso y trasparente pacto de Estado entre las fuerzas políticas mayoritarias, simplemente para hallar la equis del mínimo común: 1) Modelo territorial de modo que quede cerrado, sabiendo qué competencias tiene cada administración y con qué medios cuenta. Por supuesto cohonestando autonomía con efectiva igualdad de los ciudadanos. 2) Modelo educativo.. 3) Modelo de financiación. 4) Modelo electoral.
Mi pesimismo estructural, pero con motivos y sólidos antecedentes, me impide atisbar la más mínima posibilidad de que ese pacto se produzca.
El papel de las provincias ha sido controvertido siempre desde que apareció el insaciable e interminable modelo autonómico, sería hora de redefinir su papel y aprovechar quizá una reforma constitucional para repensar el sistema. Las provincias se ven acosadas desde arriba (CCAA) y desde abajo (Comarcas en algunos lugares como Aragón). Lo malo es que la impresión que se da es que las instituciones se configuran simplemente como lugares de «reparto de pastel» no como modelo sesudamente pensado para cumplir unos fines.
Lo de la Carta de Autonomía Local es papel mojado por no aplicar calificativos más fuertes; no hay más que pensar en lo absolutamente decrépitos que son los ayuntamientos medianos y pequeños que deben acudir una y otra vez a la gracia de la subvención pública provincial, autonómica y estatal, decenas de convocatorias, decenas de esfuerzos, decenas de controles
Extraordinario y conciso artículo, profesor. Adecuado para comenzar la mañana, recordando que el legislador siempre tiene deberes por hacer.
A las provincias ya solo les queda ayudar en los asuntos de tecnologías, ir arreglando las carreteras y, cuando pueden, intentar cobrar algún tributo en ejecutiva.
Lo demás, es dedicarse a distribuir un poco dinero entre los distintos ayuntamientos atendiendo a criterios de distribución política.
Es demasiada Administración: Estado, autonomías, provincias, comarcas, mancomunidades, ayuntamientos… sobran cosas y la tendencia es seguir ceando nuevas y terminar por hacer «añicos» el mapa competencial