Los especialistas en gestión pública se equivocaron cuando nos afirmaban que la mejor vía para lograr la legitimidad social de nuestras administraciones públicas era por la vía de prestar mejores servicios públicos de manera más eficiente. Resulta que durante las dos últimas décadas hemos logrado prestar servicios de una gran calidad, pero esta legitimidad sigue sin producirse y cada vez hay más desencuentro entre nuestras instituciones y la sociedad. A mi entender, la legitimidad social de las administraciones públicas solo se logra si somos transparentes a la hora de tomar decisiones y de gastar el dinero público y, además, si prestamos servicios de calidad y de forma eficiente. Eficacia y eficiencia sin transparencia no logran por sí mismas la legitimación social Seguimos ocultando a la ciudadanía como tomamos las decisiones y como gestionamos. Operamos en las administraciones públicas como sociedades secretas. ¿Qué pueden observar los ciudadanos del sistema público? La respuesta es que los ciudadanos solo perciben las entradas y las salidas del sistema público pero no lo que se realiza dentro del mismo. Pueden ver los inputs: votos que se convierten en alcaldes y en equipos de gobierno y los ingentes recursos económicos que acceden a las arcas públicas procedentes de los impuestos directos e indirectos. Y también pueden percibir los outputs: gran variedad de servicios públicos cada vez más afinados, de calidad y eficientes.
Pero a la hora de gestionar el sistema ponemos una enorme y opaca cortina para que no nos observen. Y claro, si nos ocultamos cuando gestionamos, los ciudadanos consideran que tenemos motivos profundos para hacerlo y sospechan que impulsamos prácticas clientelares (lo que es cierto en términos generales) y que la corrupción es la norma predominante (cosa que no es cierta de forma global aunque sí existe todavía en exceso).
Por transparencia no hay que entender webs específicas para ello ni una mayor divulgación sobre lo que se hace, que a veces está excesivamente emparentado con el marketing institucional. Por transparencia hay que concebir proporcionar información clara sobre cómo se toman las decisiones y cuáles son sus motivaciones. Y, especialmente, al ciudadano le preocupa el destino de hasta el último céntimo de euro del dinero público. Y para que el ciudadano sepa el destino exacto de los recursos económicos públicos de nada sirve la publicidad de los presupuestos, que siempre han sido públicos pero que son incomprensibles, incluso con ojos de experto; y de nada sirve detallar el nivel de ejecución del presupuesto en cada momento ya que es una información sobre algo que no es entendible y, por lo tanto, prescindible. El ciudadano quiere saber temas de detalle que le generan curiosidad porqué es una forma intuitiva de hacer control cívico por la vía del muestreo. Quieren conocer, por ejemplo, lo que se ha gastado un organismo público en la retribución de un ponente, en una copa de vino de honor o en una comida institucional. Es curioso pero en los países con tradición en la rendición de cuentas han desaparecido un conjunto de convenciones que en nuestro contexto nos parecen legítimas (agasajos, comidas de trabajo, etc.) que no tienen nada de disfuncional pero que son rechazadas por una parte importante de la ciudadanía.
Si esto sucede con estas inofensivas convenciones es fácilmente imaginable cómo una estricta rendición de cuentas económica desmontaría la mayoría de las prácticas corruptas que asolan a nuestras instituciones. Y para redondear este ámbito también es necesaria la evaluación de las políticas públicas de forma totalmente transparente. En los países mediterráneos nos encanta hablar de evaluación pero lo llevamos a la práctica de forma aislada, no constante ni estructural. Todo son pruebas piloto bajo el benemérito objetivo de instaurar de forma incremental la denominada cultura de la evaluación. Evaluar de forma sistemática y estructural es difícil y, a día de hoy, solo lo han logrado algunos pocos países entre los más desarrollados. El resto evalúan mucho pero no todas las políticas ni siempre.
Alcanzar la cultura de la evaluación es una utopía en la que, en mi opinión, no hay que perder más tiempo. Solo se evaluarán de verdad las políticas públicas si hay una obligación legal y política (y por lo tanto una obligación institucional). Para ello es imprescindible que las leyes exijan de oficio a destinar una parte razonable del presupuesto a la evaluación de cualquier política o iniciativa pública. Además, el poder legislativo debe tener una institución propia especializada en evaluar (obviamente por muestreo) las políticas públicas del Gobierno. Si el Gobierno sabe que puede ser objeto de escrutinio por parte del Parlamento, el presidente va a poseer una oficina de evaluación de las políticas públicas impulsadas por su Gobierno. Y, finalmente, las distintas instancias administrativas ya se van a encargar de evaluar previamente sus iniciativas para poder estar en perfecto estado de revista ante futuros análisis del presidente y del Parlamento. Se trata de aprovechar, ni más ni menos, unos de los principios que funcionan mejor en la Administración pública: la jerarquía, a la que hay que añadir el cumplimiento de las reglas formales.