La sinceridad (o la honestidad) es una calidad humana que consiste en comprometerse y expresarse con coherencia y autenticidad (decir la verdad), de acuerdo con los valores de verdad y justicia. Se trata de vivir de acuerdo a como se piensa y se siente. En su sentido más evidente, la honestidad puede entenderse como el simple respeto a la verdad en relación con el mundo, los hechos y las personas. Esta competencia (o si se desea valor) es muy controvertido cuando se funden y confunden los planos del “deber ser o querer ser” con el “ser y poder ser”. Un líder político y profesional siempre dirá que es sincero y la mayoría, además, deseará serlo. Pero una cosa es lo que se dice y lo que se desea y otra muy distinta es que se pueda en la práctica ser sincero. No hay que olvidar que para alcanzar y mantener un puesto de dirección pública política o profesional supone alcanzar y mantener el poder.
El baile entre la política y la administración sigue un sólo ritmo: el ritmo del poder. Las relaciones entre políticos y profesionales es una relación de poderes: entre el poder legal y el poder del experto. Las relaciones entre los cargos políticos y entre los cargos profesionales también es una relación de poderes en los que juegan, entre otros, el poder personal, el poder informal, el poder del conocimiento, el poder de la información, etc. El poder es uno de los conceptos más polémicos de las ciencias sociales. La definición más conocida es la de Dahl que ejemplifica el poder como la relación entre dos actores, en la que el actor (A) puede obligar a otro actor (B) a hacer algo que no tenía pensado o no quería hacer. También se puede definir el poder como la participación en el proceso de toma de decisiones donde G tiene poder sobre H con respecto a los valores K si G participa en la toma de decisiones que influyen en la línea de conducta de H con respecto de los valores K. Blau lo define como la capacidad de un actor social determinado para vencer la oposición. También se puede definir mediante las preferencias de un actor y los resultados logrados. En todas las definiciones el poder equivale a fuerza, a la fuerza suficiente para modificar la conducta de otros actores. La política, en su sentido más amplio, implica el esfuerzo consciente para dominar y utilizar la fuerza para resolver una situación en la que hay que escoger. La política comprende aquellos actos intencionados de influencia (presión, fuerza) para intensificar o proteger los intereses propios, ya sean estos individuales, grupales o de una unidad. Otro autor clásico, Daudi, habla de acción política para definir aquellos actos que, implícitamente, tienen un elemento de táctica y estrategia, con el propósito de conseguir un objetivo (sentido estratégico del poder activo o generativo), o bien de protección (sentido estratégico del poder reactivo o de boicot). Por otra parte, el conflicto, como concepto que se deriva de la confrontación de distintos poderes e intereses, se define como un proceso en el cual A hace un esfuerzo intencional para anular los esfuerzos de B mediante alguna clase de bloqueo que hará que B no consiga alcanzar sus metas o lograr sus intereses. Es decir, el conflicto es básicamente una desavenencia entre los intereses de dos o más actores. Es una diferencia de intereses que viene determinada por la relación que existe entre los intereses de los actores o, para ser más exactos, por la forma en que la satisfacción de los intereses de un actor se relaciona con la satisfacción de los intereses de otro.
Todas estas definiciones y precisiones académicas del poder suponen sin remedio una pésima convivencia con la competencia o atributo de la sinceridad para un líder político o profesional. Una persona que opere en la práctica con total sinceridad difícilmente alcanzará una posición de líder político o profesional y, si se da el caso excepcional, no podrá mantener durante mucho tiempo esta privilegiada posición. En este punto es cuando nuestros dos autores de referencia, Sun Tzu y Maquiavelo, florecen en todo su esplendor: la política y la guerra en el seno de las instituciones se basan, fundamentalmente en el arte del engaño. La realidad más oscura, pero al fin y al cabo real, es que las instituciones públicas están preñadas por el engaño: políticos que engañan a otros políticos, profesionales que engañan a otros profesionales y políticos que engañan a profesionales y viceversa. En este sentido la sinceridad no es una competencia de un líder sino más bien una anticompetencia o un antivalor. Considero que esta conclusión es equivocada y es el origen de la mayoría de los males de nuestras instituciones públicas y pienso que la sinceridad es uno de las mayores competencias y valores que siempre deben acompañar a un directivo público político y profesional.
La sinceridad es imprescindible en el baile en la política y la Administración pero no puede tratarse de una sinceridad absoluta sino de una sinceridad relativa. Aquí está la clave del buen desempeño del liderazgo. Una persona estrictamente siempre sincera no tiene futuro ni es útil (aunque sea fuerte decirlo así) en una institución pública (y tampoco privada). Lo primero que debe aprender un político y un alto funcionario es a no ser siempre sincero. Maquiavelo lo dice de forma explícita y cruda «es pues necesario a un príncipe que quiera conservarse, a aprender a no ser bueno, para serlo o no, según las necesidades que lo exija». Es decir, es importante también aprender a no ser sincero.
Un buen líder es aquel que suele ser siempre sincero explicitando de forma transparente sus objetivos, deseos y metodología de trabajo. Sincero con sus superiores, iguales e inferiores. No es fácil ya que la sinceridad suele generar anticuerpos institucionales por la falta de costumbre y al principio puede generar un impacto negativo, pero a medio y a largo plazo es la mejor estrategia a seguir. Ir de frente con todas las cartas boca arriba puede violentar, en un principio, al resto de los actores pero rápidamente se entra en una lógica de confort institucional ya que se conocen de entrada las reglas del juego propuestas, gusten éstas o no. Hay que ser totalmente sincero con los objetivos estratégicos y con las grandes metodologías para lograrlo ya que, sino el tiempo deslegitima objetivos y actuaciones y, además, el propio emisor puede hacerse un lío entre lo que dice que quiere y hace y lo que en realidad quiere y hace. Tenemos infinitos ejemplos de políticas y reformas institucionales que han fracasado por una falta absoluta o parcial de sinceridad en su motivación, sus objetivos y/o sus acciones.
En todo caso para que un líder se pueda permitir el lujo (es un lujo) de ser sincero debe poseer dos atributos: solidez conceptual y valentía (o coraje como se comentará más adelante). Por una parte, debe tener muy claro lo que desea a nivel institucional y tener la capacidad de blindarlo con una sólida reflexión conceptual. Por otra parte, debe ser valiente y jugarse el tipo en los momentos clave para exponer sin tapujos su visión y sus objetivos. Una estrategia que se fundamente en la sinceridad y fortaleza conceptual tiene muchas opciones de éxito ya que es muy difícil de bloquear o de distorsionar. Como conclusión, se puede decir que hay que aplicar una sinceridad en políticas y acciones de alta intensidad. Ahora bien, no siempre se puede ser sincero en todo momento y acción. En muchos momentos decir la verdad es contraproducente y puede abortar políticas y reformas. En estas situaciones un buen líder debe decidir no ser sincero de forma deliberada como método para lograr defender a su institución, sus políticas y a sus empleados. No se trata tanto de mentir sino de ocultar a diferentes interlocutores, en determinados momentos, lo que está ocurriendo y tomar las medidas necesarias para cambiar y superar las situaciones, posiciones y opiniones que si se explicitaran serían contraproducentes para el bien común. En todo caso es muy importante que el líder decida de forma deliberada no ser sincero lo que supone que habrá analizado los pros y los contras en decir y no decir la verdad y que llegue a la conclusión que con esta falta de sinceridad no vulnera sus principios éticos sino que los reafirma. Se trata, en definitiva, de algo tan delicado y sibilino como decidir actuar de forma puntual mal para poder actuar de forma estructural bien. Todas les personas, ante situaciones complejas y confusas, toman en muchos momentos la decisión de no ser sinceros para evitar males mayores y, a pesar de la incomodidad personal, consideran que no quebrantan su código deontológico personal por elevado que éste sea. Lo importante para un líder, y para cualquier profesional, es poder superar cada día la prueba del espejo: uno debe disfrutar del confort de poderse mirar la cara cada día en el espejo y sentirse satisfecho aunque no haya sido siempre sincero. Si un día no le gusta lo que refleja el espejo debe cambiar de estrategia y si considera que esto es imposible debe dimitir. La dimisión es algo excepcional en nuestras instituciones públicas y mucho más la dimisión proactiva del dimisionario, es decir, la dimisión que no viene impuesta por elementos externos sino por la convicción de uno mismo. Yo no tengo experiencia en este tema ya que no he dimitido nunca en los distintos cargos que he ocupado pero si puedo decir que he pensado decenas de veces en dimitir e, incluso, en un par de ocasiones lo he sugerido a mis superiores. La mayoría de las veces que he coqueteado con la idea de dimitir ha sido por encontrarme en situaciones tan enredadas que me impedían actuar con sinceridad y en unas pocas el motivo era por haber cometido errores que mi listón profesional consideraba inadmisibles. Superé estas crisis, pero lo más relevante es que las tuve y que con ellas aprendí y me permitieron cambiar y mejorar la forma de ejercer el liderazgo.
¿Y qué sucede cuando la Administración firma notificaciones firmadas electrónicamente por Jefes Administrativos, en las que mienten y mienten descaradamente, amparándose en el poder administrativo? ¿Cómo es posible que este tipo de cosas sucedan cada vez más, seguramente que por seguir adelante decisiones con fines absolutamente recaudatorios?
¿Cuándo en este nuestro país, la Administración contemplará praxis de ayuda a los contribuyentes y no enredos que por supuesto que solo el contribuyente debe pagar, considerando que la Administración nunca es recriminada públicamente cuando sus Vías de Hecho afloran y se hacen evidentes?
A los Directivos de la Administración siempre les sale gratis sus malas praxis ¿verdad?
Alfonso, entiendo perfectamente tu postura, porqué la he vivido en mi propia piel. Vivimos en un entorno político-económico donde el valor no son las personas, sino los engaños con la única finalidad del enriquecimiento personal.
Pero és cierto lo que dice el catedrático, un buen político es aquel que la sinceridad es prioritaria y sabe distinguir en cada momento como tiene que actuar para que esa sinceridad cumpla el fin de servir y proteger a la comunidad, evitando no crear precedentes que no se puedan cumplir. El valor principal «el bien común» ha de prevalecer al personal.
Así es, es muy importante ser sinceros. Además de eso es importante contar con un asesor fiscal que te ayude y oriente. Estamos para servirte.