La crisis del coronavirus ha sido un duro examen para nuestros gobiernos y para nuestras instituciones públicas. Ahora es el momento de hacer un repaso crítico a como se ha gestionado esta pandemia. Todos los españoles, sin apenas excepciones, son especialistas en fútbol y en política. Casi todo el mundo se atreve a opinar sobre estas dos dimensiones. Ahora hay que añadir una tercera competencia y especialidad que atesoramos los ciudadanos hispanos: todos somos especialistas en coronavirus. Por tanto, va a arreciar todo tipo de críticas, mejor o peor argumentadas, sobre cómo ha afrontado el gobierno o los gobiernos (estatal, autonómicos y locales) la pandemia. Pero no me pienso sumar a las críticas duras e incluso corrosivas que, sin duda, se van a exponer. La crisis de la covid 19 ha cogido por sorpresa a todos los actores, desde la comunidad científica hasta los gobiernos, pasando por las empresas, las organizaciones sociales y las familias. Si todo era tan obvio o evidente como algunos proclaman ¿cómo es posible que ninguna empresa se anticipara en la adquisición de mascarillas, material de descontaminación o respiradores? Si el sector privado no se anticipó para hacer negocio, ni la opinión pública mostro signos, en su momento, de preocupación no es razonable exigir que los gobiernos y administraciones públicas tengan la obligación inexcusable de anticiparse.
Incluso la crítica más evidente de que el 8 de marzo tenían que haberse cancelado todas las manifestaciones y actos públicos me parece controvertida. Estoy seguro que el gobierno y las autoridades sanitarias tenían indicios bastante sólidos del peligro para la salud pública de estas concentraciones. Pero tener indicios no es atesorar certezas absolutas. No tengo duda que sí el 8 de marzo no hubiera sido una fecha tan significada socialmente el gobierno habría prohibido las concentraciones públicas. Pero en este caso jugó la mala suerte. Durante los últimos años el 8 de marzo se ha convertido en una fecha muy relevante a nivel social con una efervescencia enorme de concienciación ante la innegable discriminación de las mujeres. Prohibir la conmemoración de esta fecha en 2020 era una decisión más que difícil, casi imposible. Y para ello no hay que apelar a las simpatías del gobierno de turno al movimiento feminista. Si hubiera estado al frente un gobierno con menos empatía a este movimiento hubiera sido totalmente imposible que se hubiera atrevido a cancelar las conmemoraciones multitudinarias.
Pero hay tres elementos que sí deben ser objeto de escrutinio crítico y empezar desde ahora mismo a buscar solución y revertir sus perversas dinámicas. El primer vector crítico guarda relación con la sanidad. Tenemos una buena sanidad, excelente y de primer nivel mundial en las especializaciones hospitalarias (tratamientos de cáncer, trasplante de órganos, cirugías muy complejas, etc.) pero, en cambio, mostramos un sistema de atención primaria no tan sólido y considerado en el mundo sanitario como el hermano pobre del sistema. Ha quedado patente que en una pandemia la sanidad primaria, la sanidad de proximidad es básica. La salud pública se atiende con la atención primaria. La feliz circunstancia de que tengamos unos hospitales con una gran calidad no tiene que ser un perverso aliciente para que buena parte de la ciudadanía los tenga que disfrutar. La política sanitaria debe ser justo la contraria: intentar asegurar, mediante una buena atención primaria, que los ciudadanos gocen de buena salud y puedan evitar el máximo posible poner los pies en un hospital. No debemos olvidar que los hospitales son poco atractivos por definición y, además, son muy costosos económicamente. Es imprescindible tener magníficos hospitales, pero la política pública debería concentrarse en invertir en atención primaria para que solo entren los casos inevitables.
Un segundo tema, todavía más crítico que el anterior, son las residencias de ancianos. Muchos teníamos la intuición que estas residencias operaban de manera precaria a pesar de ser muy costosas en el plano económico. La crisis del coronavirus nos ha dado un indicador claro de la magnitud de esta precariedad. No es permisible que una parte de nuestros ancianos vivan en esta situación de desamparo. Intolerable en el caso de las residencias públicas o semipúblicas e inadmisible en las residencias privadas que deben ser reguladas y controladas por las administraciones públicas. En este ámbito hay que definir una nueva política pública orientada a intentar conseguir que muy pocos ancianos estén en una residencia. Incluso en condiciones óptimas estar en una residencia es poco humano (no deja de ser un aparcamiento para esperar la muerte) y carísimo para los bolsillos particulares y para el erario público. La mayoría de los adultos mayores, salvo raras excepciones, prefieren vivir en sus domicilios particulares. Como es evidente que los ancianos con el tiempo van acusando un desgaste físico y cognitivo debemos organizar unos servicios sociales de atención domiciliaria (aquí las nuevas tecnologías pueden ser de una gran ayuda) y con unas redes de proximidad con centros de día que permitan una gestión del envejecimiento más humana, de mayor calidad y sostenible económicamente. Nos espera mucho trabajo y cambios en este sector.
Finalmente, el tercer déficit guarda relación con los sistemas de gestión de nuestras administraciones públicas y su dificultad por manejar datos, por sistematizar información y por gestionar con solvencia el big data. No deja de ser sorprendente que unas administraciones tan obsesionadas por el control, por la burocracia y por los expedientes tenga una atávica aversión a los datos y a su análisis. No podemos demorarnos más en la zona de confort de convivir con miles de tablas Excel elaboradas con criterios artesanales y que se gestionan con una lógica feudal. La crisis del coronavirus ha exigido un elevado nivel de gestión de los datos, de aflorar datos con criterios homogéneos y no aleatorios o creativos, de compartir y socializar la información y de incrementar las capacidades de análisis de los datos para la toma de decisiones públicas y para su control. El desbarajuste monumental que hemos vivido con los datos sobre fallecimientos, contagios, pruebas diagnósticas, de seguimiento de los infectados, etc. ha sido muy grave y ha demostrado el déficit de las capacidades institucionales para la gestión y el análisis de la información. Esta laguna hay que solucionarla lo más rápidamente posible incorporando o formando a profesionales en gestión de datos y en análisis sofisticado de la información, en recursos tecnológicos transversales y colaborativos para introducir y gestionar los datos. Invertir en tecnología avanzada para aprovechar las potencialidades del big data, etc. Si deseamos incorporar la inteligencia artificial en nuestras administraciones públicas nos hacen falta datos e información en formato digital y de calidad. Al fin y al cabo, la inteligencia artificial son algoritmos (parecidos a protocolos y reglamentos) que hay que alimentar con información extensa y solvente. Los algoritmos solo aprenden gracias a los datos sistematizados y de calidad. Solo, entonces, los algoritmos son inteligentes.
El artículo tiene poco de objetivo. Es bastante tendencioso y evidencia claramente la ideología del autor.
Hay hechos objetivos ocurridos en esta crisis sanitaria que son lo que son por mucho que el autor tenga interés en «jusitificarlos».
[…] RAMIÓ, “Los tres grandes errores de la crisis de la COVID-19” al blog de esPublico […]