Miau

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Gato MiauMi primera intención, y me pongo a mi mismo por testigo, era determinar el momento en que ha de producirse el cese del “personal eventual” al servicio de las Corporaciones Locales tras la celebración de las elecciones; analizar la interpretación que debe darse al artículo 194 en relación con el 42,3, in fine de la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General (“los mandatos, de cuatro años, terminan en todo caso el día anterior al de la celebración de las siguientes elecciones”) y el alcance, si es que lo tiene, de la Sentencia 223/2010 del Juzgado de lo Contencioso-Administrativo  Nº 1 de Santander que, dicho sea de paso, advierte del automatismo del cese de ese tipo de personal a partir de la fecha en la que los electos locales que los nombraron, pasan a desempeñar sus cargos “en funciones” – este año, el pasado 22 de mayo –. O, si me apuran (también me lo planteé), ahora que estamos en tiempos de renovación (previa remoción y cese) de “cargos eventuales”, de la conveniencia  de delimitar el alcance de las funciones que, conforme nos dice la Sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo de 25 de Abril de 2008, puede desempeñar el “personal eventual” al servicio de las Entidades Locales.Ambos temas, trascendentes desde la óptica práctica y no menos en los circunloquios a los que somos tan aficionados quienes navegamos en estas aguas, quizás podían ser completados con una catalogación de la dispar jauría que conforma las mesnadas de príncipes y validos (municipales naturalmente); en este último aspecto, tal vez sería recomendable una breve parada “bloguera” para descubrir la diferenciación sociológica entre consiglieris, condottieros, bárbaros, bufones y apátridas – a las singladuras por la red me remito en esta travesía -.

Pero hoy me siento romántico y casi tengo la lágrima floja, por eso me van a permitir que me centre en Don Ramón Villaamil; el pater familias de los “Miaus”, el prototipo de los cesantes, uno de los personajes más ilustres del universo galdosiano y un paradigma de la ineficaz Administración española del siglo XIX.

Al Señor Villaamil lo conocimos de soslayo en Fortunata y Jacinta – así nos lo recuerda Andrés Trapiello en el magnífico prólogo que le dedica a novela “Miau” en la edición especial 30 aniversario, publicada por Alianza Editorial en 1997- quejándose de su mala suerte y pregonando sus ganas de retirarse a descansar. Don Ramón tuvo la desgracia de ser cesado a los sesenta años; había sido probo funcionario durante treinta y cuatro años y diez meses,  prestado servicios en destinos peninsulares y coloniales (de las tierras de José Rizal, Emilio Aguinaldo y los Héroes de Baler lo echó el dolor abdominal, la fiebre, la diarrea, y una inflamación y ulceración de la boca) y le faltaban sesenta días de empleo para jubilarse con cuatro quintos del sueldo regulador como Jefe de Administración de Tercera. Ahí comenzó su calvario, y el de su insolidaria familia más ocupada en cubrir las apariencias y dar sablazos a diestro y siniestro, que en asumir la situación y consolar al antihéroe.

Debió ser doloroso y poco gratificante para el “cesante” pasar de las tertulias de café en horario de oficina (hoy, no me cabe ninguna duda, jugaría al golf con sus jefes), a buscarse las habichuelas lamiendo, pluma en mano, electas posaderas o besando manos de ineptos mejor colocados que él; cualquier cosa hasta encontrar un medio hueco en el que meter la cabeza para seguir medrando (en esto, me temo, no hemos evolucionado mucho).

A mí, Don Ramón Villaamil me inspira simpatía y hasta terneza, ¡que le voy a hacer!; las desgracias ajenas siempre lo han hecho, porque debe terrible olvidar las dos sesiones de teatro semanal regalado, el restaurante de lujo, o los viajes de cuando en cuando a costa del Público Erario y otras pequeñas prebendas, para estirar las raspas en una sopa de pescado sin pescado, o dejar de comprar nuevos ropajes y alargar la vida a los gabanes, o pagar con bolsa propia los ataques de gula de la Guía Michelin.

De verdad que entiendo a los cesantes, los comprendo casi como Galdós cuando  hacía decir a Mariano Centurión, dirigiéndose a Domiciana, en “Los duendes de la camarilla”: “Señora, los cesantes no respetamos nada. Somos una plaga española; somos una enfermedad de la Nación, una especie de sarna, señora mía, y lo menos que podemos pedir es que se nos oiga, o que se nos rasque. Ningún español se puede librar de nuestro picor. Óigame usted y perdone”.

Pero también los temo, me dan un cierto yuyu, porque en la misma obra, la exmonja Domiciana, comentaba a modo de velado reproche: “estos cesantes rabiosos se meten en todos los rincones para olfatear lo que se guisa, y lo mismo que entran en la sacristía que en logias”.

No estamos en el siglo XIX, la función pública con el paso de los años ha ido evolucionando, mejorando, ganando en seriedad y exigencia; los  funcionarios públicos actuales por su profesionalidad y preparación y “la reserva a su favor del ejercicio de las funciones que impliquen la participación directa o indirecta en el ejercicio de las potestades públicas o en la salvaguardia de los intereses generales del Estado y de las Administraciones Públicas” (art. 9 LEBEP), están muy lejos de aquellos vaivenes y, en nada se parecen ni a vividores con levita, ni a contumaces practicantes del absentismo laboral tan presentes en la Restauración.

Pero una Administración como la nuestra, muy especialmente en el ámbito local, donde se tiende a confundir las labores de decisión política con la dirección y ejecución de esas mismas decisiones, y donde, al menos en la Comunidad Valenciana, se ha querido eliminar al personal directivo público profesional ( baste con leer el artículo 20 de la Ley 10/2010, de 9 de julio, de la Generalitat, de Ordenación y Gestión de la Función Pública Valenciana para comprobar cómo se crea la figura del directivo publico profesional “a plazo” – de dos años – “para la puesta en marcha de proyectos, planes o programas concretos de duración determinada”, cuando se acredite económica y organizativamente, “la imposibilidad de asumir a través de la estructura orgánica y funcional existente los objetivos asignados al proyecto, plan o programa de que se trate”), ha  impulsado hasta extremos inaceptables, y posiblemente distorsionado,  la razón de ser del “personal eventual” (pensado y circunscrito a la realización de “funciones expresamente calificadas como de confianza o asesoramiento especial”), y con ello, queriéndolo o sin querer y con ciertos matices, ha restaurado las cesantías. Sólo para el personal eventual, naturalmente.

La razón de las urnas y la voluntad de los ciudadanos ha hecho cambiar el color político en muchas de nuestras Corporaciones Locales y Comunidades Autónomas y, como consecuencia, es previsible que las funciones de confianza o asesoramiento especial, se encarguen a “personal eventual” distinto al anterior, cesando – si no se ha hecho ya tal y como argumenta la Sentencia del Juzgado de Santander citada – al que venía ejerciéndolas.

Si a ello añadimos que, la racionalidad económica que debe imperar en tiempos de crisis económica como los que padecemos, obliga a minorar drásticamente el número de “eventuales”, me temo que vamos a encontrarnos a muchos Ramones Villaamil repartiendo cartas de recomendación, mendigando patrocinios, recordando servicios prestados al Par….., digo, a la Administración.

De verdad que no quisiera estar en  la piel de los “eventuales cesantes” que después de tantos años de “servicios” a la autoridad que los nombró, de tener horarios “especiales”, de competencias diluidas y sumisión a los jefes, se ven de patitas en la calle. ¡Que va a ser de ellos, Dios mío!.¿Qué  harán cuando tengan que pagar las entradas de la ópera, o guardar cola como el resto de mortales, o saber cuánto cuesta una llamada de móvil?. ¿Cómo van a vivir sin estar donde estaban, o estando en el mismo lugar por el que deambulan los rechazados?.

Claro, que los cesantes de hoy, a diferencia del Don Ramón Villaamil, no tendrán que invocar viejos favores de amigos y conocidos para aderezar peticiones con las que llenar la olla; ellos cobraran el paro y harán cola en el INEM unos meses, o el tiempo que toque en suerte. Porque los cesantes han pasado a ser ciudadanos de a pie; ciudadanos como el vecino del séptimo.

Como decía hace unas líneas, hoy me siento condescendiente y me puede la caridad. Unos cientos, unos miles de “eventuales” deberán ser cesados, o lo habrán sido ya; para calmar su dolor y hacer más llevadero el tránsito, les recomiendo leer a Galdós, a Pérez Galdós y su Miau. Supongo que no les servirá de consuelo (no lo pretendo) pero tal vez en ella descubran – al contrario que Don Ramón – la necesidad de evitar el pesimismo y mirar hacia delante. La vida y sus etapas es preferible tomarla con ironía y, les prometo que de ironía y sarcasmo, Don Benito andaba sobrado.

Echando mano del refranero español y por seguir con la ironía, recordaré aquello de que “no hay mal que por bien no venga”; ¿quién sabe qué les deparará el destino a nuestros “eventuales cesantes”?. Puede que la felicidad se halle en otro lado, justo a la vuelta de la esquina y les espere sonriente. En todo caso, de lo que estoy seguro es de que habrá nuevo “personal eventual” para ejercer “las funciones de confianza o asesoramiento especial”, que sustituirá al cesado; que habrá un nuevo Ramón Villaamil y con él, otra Doña Pura, Don Víctor o Luisito Cadalso.

De verdad que deseo que tengan suerte, la mejor suerte del mundo para entrantes y salientes; aunque por ser consecuente, y abusando de licencias, me permitirán que las mayores venturas las quiera para los“cesantes”.

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