No voy a referirme al burka o al niqab, ni a todas las polémicas acerca de la prohibición, ya generalizada en Bélgica o Francia, del uso de velo integral islámico en los espacios públicos, calle incluida. Ni a las medidas tomadas por algunos ayuntamientos españoles, como el de Barcelona, para prohibir estas prendas al menos en edificios municipales. Ni a su extensión, quitando hierro religioso, a pasamontañas, cascos y todo tipo de prendas u objetos que cubran el rostro de las personas. Ni, en fin, a decisiones judiciales o pronunciamientos de organismos supranacionales sobre esta cuestión.En las líneas que siguen no abordaré las cuestiones relativas a la identidad de credo, de integración social, de igualdad de la mujer o de inseguridad que se suscitan con la antedicha polémica. Me referiré a algo aparentemente más banal como es la regulación o intervención pública en el vestir de los ciudadanos.

indumentaria privadaHuelga señalar –aunque tampoco esta afirmación se ha salvado de debates y litigios- que las Administraciones pueden exigir a determinados empleados públicos el uso de un uniforme en su jornada laboral. Y que subsiste la tipificación de la infracción disciplinaria por falta de uniformidad, tan querida de los ejércitos. No hace tantos años que incluso a los soldados de reemplazo se les imponía el uniforme hasta para andar por la calle fuera de servicio, en una de tantas demasías. Y quien dice uniforme, dice togas, también abogaciles, en los pleitos o vestimenta homologada, por razones de seguridad o higiene. Pero al margen de las relaciones de especial sujeción de la Administración con sus funcionarios y afines, ¿hasta dónde llega la potestad pública para regular de algún modo el atuendo de la ciudadanía?

Sabido es que en algunos colegios públicos e institutos, igual que se proscribe el acudir a clase con artilugios electrónicos, teléfonos y pinganillos, se veda la entrada del alumnado con gorras o muñequeras y botas de clavos. Y no son pocos los centros en los que, los consejos escolares, a instancia de las asociaciones de progenitores, se han planteado, por razones fundamentalmente prácticas, el retorno a unas prendas estándar comunes a todos los estudiantes.

Pero más allá de todo esto, ¿qué queda del concepto indeterminado y poco jurídico del decoro? Algo que realmente pretende ser un valor más relacionado con la moral que con el derecho. Aunque con tan inseguro respaldo se hayan impuesto sanciones e incluso, en ámbitos corporativos se hayan llegado a montar tribunales de honor. Incluso, en el pasado, hubo supuestos en que la vestimenta se mezcló con la resbaladiza “probidad moral” o con la “dignidad de la Administración” a las que se referían, en términos muy severos, los artículos 88 y 89, felizmente derogados, de la Ley de Funcionarios Civiles de 1964, al igual que el artículo 94 que hablaba de los comportamientos deshonrosos que hacían indigno al funcionario ante la Administración y merecedor de un tribunal de honor.

También la Ley de Costas, de 26 de abril de 1969, atribuía a los ayuntamientos la competencia sobre “policía de la moralidad”, pensando en los desmanes en las playas que, por aquella época, eran inimaginables, aunque la previsión, teóricamente, estuvo vigente hasta 1988. Y si en este caso lo que se perseguía era el destape, todos recordamos cómo en plena democracia fue sancionado un magistrado por acudir al juzgado sin quitarse el disfraz de mosquetero tras una jornada de carnaval. Lo que evidencia que el asunto del decoro no está fenecido. Amén de que sea lógico que, por ejemplo, se señalice convenientemente en qué arenales puede practicarse el nudismo.

Pero de la corbata preceptiva –la que nos quieren quitar en verano para ahorrar energía- tampoco puede pasarse a la estridencia que genere la mofa o perturbe el ambiente laboral. Acudir al trabajo con antifaz o emplumado como un jefe indio no lo permitiría una empresa privada, salvo que fuera de espectáculos y aún menos puede tolerarlo una entidad pública. Y lo mismo da el exceso, del que sin otras connotaciones sería exponente un velo integral, que el defecto: hace años, un querido colega, reputado civilista, me contaba cómo, en una calurosa tarde de verano, durante unos exámenes orales, le entró en el aula un alumno ataviado únicamente con unas chanclas y un ajustado tanga negro. Conmocionado, el profesor se sobrepuso para señalarle la puerta, sin que el conminado, ingenuamente, se diera por aludido. -¿Yo? ¿Por qué?

Es una anécdota, sí, pero tan real como que aún no tenemos claro hasta dónde llegan las atribuciones públicas para gobernarnos en este y en tantos otros aspectos de nuestros comportamientos cotidianos. Alguno que vaya de sobrado en esto del Derecho Público, nos dirá, seguramente, que los valores éticos o convencionales son irrelevantes si no se atan al principio de legalidad. Pero posiblemente no estemos tan lejos de la remisión que hacen todos los códigos civiles europeos, a efectos de legitimidad y validez, al parámetro de la moral o las buenas costumbres.

1 Comentario

  1. Sí, pero ¿Qué moral? y ¿Qué buenas costumbres?
    Porque en un Estado Democrático caracterizado por el pluralismo cultural e ideológico, no todos tenemos las mismas y además, ambas están en evolución y no permanecen estancadas. Aunque la experiencia histórica nos hace ver que los cambios en materia de moral y costumbres suelen ser más lentos y más difíciles que los que se producen en el campo tecnológico, por ejemplo.

    Entrando en lo jurídico: las relaciones de sujeción especial permiten que la Administración Pública imponga determinadas restricciones a los ciudadanos, cuando se integran en ella o se relacionan con ella, esgrimiendo títulos de justificación para intervenir, relativamente débiles (ventajas de la uniformidad para la igualdad de trato, seguridad en dependencias públicas, etc. Con lo cual se puede impedir el uso de velos, pasamontañas, disfraces y demás, en determinados espacios. Habría una especie de libre acuerdo de voluntades entre ambas partes (Administración y particulares) en el que basar tales restricciones. Algo parecido a lo que sucede con el derecho de admisión en las Discotecas. Si quieres entrar en casa de otro, te tienes que someter a las condiciones que te ponga como dueño. Pero también aquí se deben respetar unos límites, como de hecho sucede con el derecho de admisión, porque la Administración Pública no puede vulnerar derechos fundamentales y hacer discriminaciones, en contra del Ordenamiento Jurídico, cuando está plenamente sometida al mismo.
    En el caso de las relaciones de sujeción general, las potestades de la Administración Pública con respecto al ciudadano son más reducidas. Dentro de un Estado de Derecho, los ciudadanos pueden hacer todo aquello que la Ley no prohiba expresamente (Principio General del Derecho «pro libertatis»). A falta de una Ley que prohiba expresamente el nudismo, por ejemplo, entiendo que debe ser la Administración Pública la que soporte la carga de probar que existe una costumbre jurídicamente vinculante que prohibe dicha práctica, con aplicación preferente sobre el Principio General del Derecho antes mencionado; y cualquier prohibición o restricción de la libertad individual que imponga la Administración Pública, por supuesto debe ser motivada, como mínimo. En este sentido, discrepo del articulista cuando sostiene que resulta lógico señalizar zonas donde se puede practicar el nudismo. Lo lógico es lo contrario, puesto que no se trata de una actividad ilegal, con carácter general. Si no que a lo sumo, podrá ser calificada de alegal, como sucede con la prostitución, la cual tampoco está prohibida con carácter general en España; y las Autoridades Públicas, por cierto, no señalizan los espacios en los que puede practicarse tal actividad, sino que como mucho sucede al revés.
    Si desde un punto de vista psicofísico, el nudismo aporta beneficios para la salud ¿Podrá calificarse de mala costumbre? Si el Estado español ha sido definido constitucionalmente como aconfesional ¿Podrá salir la Administración Pública en defensa de la moral católica, por la obligación de mantener relaciones de cooperación con las confesiones religiosas, que la Derecha española consiguió meter con calzador en el artículo 16.3 de la Constitución, como una obligación impuesta a los poderes públicos que los autores del Texto Cosnstitucional impusieron también a los ciudadanos españoles, cediendo a las presiones de la Jerarquía esclesiástica católica, pese a vulnerar el derecho fundamental de aquellos a la libertad religiosa?

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