Hace unos días un alto responsable del Ministerio de Fomento anunció en el Congreso de los Diputados que se analiza la crítica situación de muchas concesionarias de autopistas a las puertas -incluso, alguna ya ha sobrepasado el pórtico- de procesos concursales. Varias medidas extraordinarias ya han visto la luz como la modificación de las condiciones de las concesiones, la aprobación de compensaciones económicas, de préstamos participativos del Gobierno, así como la creación de una cuenta de compensación para ayudar financieramente a varias empresas concesionarias al borde de la quiebra. Algo inimaginable en los años en los que descansábamos acunados por las nanas de la eterna prosperidad, alimentados por las expectativas de un constante negocio y de una soterrada especulación. Sin embargo, hay concesionarios de autopistas con el balance rojo. Quizás fueron muy exageradas las previsiones de tráfico. No obstante, la razón que se señala como causa del gran desfase financiero son las cantidades finales de los justiprecios fijados. Porque frente a los casi trescientos millones de euros previstos inicialmente, las cantidades finales han rondado los dos mil millones. Suelos desaprovechados, rústicos, multiplicaron de forma fastuosa su valor.
Es ante tamaño desfase ante el que el Ministerio anuncia ahora la declaración de lesividad y el consiguiente recurso ante los Tribunales de Justicia.
Bienvenidas sean esas declaraciones de lesividad para tratar de minorar las deudas desorbitadas. Porque, a mi juicio, todas las medidas son pocas para hacer frente a la profunda crisis económica que padecemos. Para reducir la cifra grosera de déficit público y minorar las necesidades de nuevas emisiones de deuda pública no están resultando suficientes la subida de los impuestos, ni tampoco los recortes en los servicios públicos, ni en los sueldos que padecemos siendo, además, bien dolorosos e indiscriminados. Es más, tarda en llegar la indispensable reforma de la planta de la Administración y del sector público. Por eso, a mi entender, hay que pensar también en otras medias, sin renunciar a la inaplazable reforma del sector público, e intentar recuperar parte del dinero que tan frívolamente se ha dilapidado. Y el recurso de lesividad puede ser un acertado instrumento jurídico para recuperar parte de los dineros públicos que se nos fueron.
Bien conoce el lector que la reforma de la Ley de procedimiento administrativo de 1992 suprimió la revisión de oficio de los actos anulables. Ahora hubiera sido de gran utilidad para analizar la legalidad de tantas autorizaciones de indemnizaciones millonarias, de muchas subvenciones que se han diluido, de cuantiosos fondos mineros que no se han rentabilizado, de contratos de servicios que se sobrevaloraron, de los justiprecios abultados, etc. Acuerdos administrativos que, en época de bonanza, pudieron envolver desviaciones de poder o enriquecimientos injustos… y otras causas de invalidez y que ahora, anulados, hubieran permitido recuperar parte de los dineros públicos mal empleados. Pero una reforma nos ha privado de contar con ese instrumento de la revisión de oficio para los actos anulables. Nos queda sólo la declaración de lesividad con sus requisitos y limitaciones, sus plazos y la carga de acudir ante los Tribunales de Justicia. Es un instrumento costoso y que requiere paciencia ante el proceso contencioso que ha de seguirse.
Conociendo el esfuerzo que exige, no obstante, habrá que sacar este clásico instrumento de su tradicional situación de reposo, darle vitaminas para que emprenda con energía la revisión de tantos acuerdos que, adoptados cuando estábamos subidos en el carro de heno, no ponderaron bien lo efímero y cambiante de la situación económica, pero, sobre todo, dilapidaron con frivolidad los dineros públicos.