La afirmación tan manida de que en menos de una generación hemos visto nacer y morir ingenios como el casete, el disquete y tantos otros, es cierta pero nos hace sentirnos carcamales. Cualquier día nos convencen de que retiran del mercado la rueda y el fuego y hasta nos convencen de que son inventos de nuestra juventud. El poder persuasivo de la publicidad y sus medios de difusión lo puede casi todo y los intereses económicos que se mueven detrás, para qué contar. Si para retirar los discos de vinilo hace casi treinta años, hubiera sido conveniente argüir la falsedad de que eran nocivos para la salud, a no dudar que nos hubieran abrasado con tal consigna intimidatoria.
Lo hemos visto con las propiedades y las maldades de alimentos que, cíclicamente, pasan de ser bio maravillosos a ser inútiles y hasta cancerígenos. Y con los medicamentos, ídem del lienzo: dejan de prevenir las mil y una dolencias coronarias y degeneran a poco menos que placebos cuando no a bombas gástricas.
Ahora le ha tocado el turno a las bolsas de plástico; a las que dan en los súper y a las que utilizamos de continente de residuos. Corta vida han tenido. No hace tantos años que cada quien, por entonces casi sólo del género femenino, tenía que llevar preceptivamente algo con asas donde meter la compra. Y no quiero contar a los más jóvenes lo que se hacía con los desperdicios y los malos olores de la vía pública. El plástico, ya lo sabemos, tiene un serio problema con la degradación y eso redunda en las grandes cuitas ambientales del planeta. Pero eso hace varias décadas que se sabe y por ello no deja de ser algo mosqueante el momento elegido para declararlas a extinguir, como un cuerpo funcionarial sin futuro. Algunas voces, primordialmente de fabricantes, han apuntado a intereses espurios de otros sectores pujantes que cubrirán el nicho económico, que no ecológico, dejado por los primeros. Habrá que ver lo que pasa y, estando atentos, obtener elementos de juicio para dictar sentencia en unos años.
Porque también hay mucho cuento o mucho incumplimiento, no sé. Les pondré un ejemplo que más de uno conocerá: las pilas. No hace falta doctorarse en Física para comprender que son unos residuos nocivos que no deben eliminarse indiscriminadamente por las sustancias que aún retienen. Hasta ahí todo es correcto. Pero ocurre que, como de momento en los portales aún no se ha generalizado un recipiente ad hoc para estas pequeñas baterías, los establecimientos comerciales suelen brindarse, de forma más o menos voluntaria, a contar con contenedores cilíndricos donde el civilizado consumidor, de paso que se compra unas cervezas, deposite el detritus energético. Pero es el caso, al menos el mío que frecuento un supermercado de barrio, que rara vez se ve que se vacíen esos depósitos que, lógicamente, no deben ser muy beneficiosos para la salud de dependientes y cajeras. No exagero si digo que ya tengo una cierta intimidad con una pila azul que lleva en la tienda arrojada más de un año, casi a ras de suelo, sepultada por cientos de compañeras. Pero diré más: cuando viajo a la capital del Reino –con perdón de Evo Morales-, suelo avituallarme en un mismo establecimiento y, qué casualidad, en ese comercio ocurre lo mismo que en el de cerca de mi casa. En el súper madrileño la que me llama la atención es una de color corinto, que da mucho el cante y que yo creo que ya tiene un trienio, si es que no ha consolidado grado. En estos tiempos de hermanamientos de ciudades, de festejos, de zoos, de cualquier cosa, estoy por proponer el hermanamiento de dichas pilas y, por supuesto, su indulto, como los toros buenos.
Supongo que es mala suerte la mía y que hay una organización precisa y puntual que, salvo raras excepciones como las reseñadas, recoge, transporta y deposita en los lugares adecuados a estas pilas que ya lo han dado todo. Todo lo bueno, porque lo malo no dejan de ofrecerlo durante años. Pero algo me hace sospechar que no es exactamente así; que una cosa son las campañas mediáticas y otra la cruda realidad.