Este fin de semana ha tenido lugar la Asamblea General de la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP). Entre otras cosas, la Asamblea debía elegir nuevo Presidente. Pero es que lo que me ha llamado verdaderamente la atención es la polémica que ha surgido cuando, a propósito del tema de las banderas, un grupo presentó una propuesta en el sentido de “exigir el cumplimiento de la legalidad y de las sentencias judiciales como máxima expresión de normalidad democrática y de respeto a la pluralidad democrática en España”. En este sentido se trataba que desde la FEMP se instase a todos los municipios de la nación, a colocar la bandera de España en el balcón del Ayuntamiento en cumplimiento del art. 3 de la Ley 39/1981 y la doctrina establecida por el Tribunal Supremo de conformidad con el art. 4.2 de la Constitución (STS de 24 de julio de 2007).
Pues bien, dejando al margen las intenciones de quien presentase la misma, la propuesta no salió adelante en Comisión puesto que la mayoría votó en contra (en estos momentos no sé si en Pleno se aprobó o no, previsiblemente, no). El argumento argüido para rechazar la propuesta es que “no se puede obligar a millones de ciudadanos a sentir los símbolos”, añadiéndose que “La gestión inteligente de los símbolos no debe hacerse sobre la base de la imposición o del castigo, sino del convencimiento de que son patrimonio de toda la sociedad”.
Posiblemente ésa es una de las cosas que, protagonizada por políticos profesionales, nos deja una vez más perplejos y nos hace sonrojar a poco que se tengan principios. O sea, vamos a ver si entendemos bien el argumento:
- La ley debe “convencer” al personal.
- Si no convence a parte del personal, no hay problema, el que tiene que aplicar la ley, intuye que no convence a este personal y no la aplica. Y ya está. El cumplimiento de la Ley depende de que el destinatario de la misma sienta la Ley como propia, como algo bueno. Si no, no es necesario que la cumpla.
- El político de turno, interpreta, en un rápido cálculo mental, cuántos millones de ciudadanos no están de acuerdo con la Ley. Seguramente lo nota tomando el café o leyendo la prensa.
Penoso, patético. No sé si es posible que el que así arguya, sea posible que realmente se crea lo que dice, porque el que tal idea expresó es Alcalde de un importante municipio de este país. Porque la pregunta que surge de inmediato es filosóficamente importante. ¿Puede hacerse depender el cumplimiento de la ley del nivel de internalización del destinatario de la misma? La ley representa la manifestación expresada por los representantes legítimamente elegidos por los ciudadanos, de cuál debe ser el derecho de un país, cuáles deben ser las normas que todos debemos respetar para vivir en un cierto orden. Y la interpretación de las normas está reservada a los tribunales. Ese creía que era nuestro sistema.
Sin embargo algunos creen que tienen el derecho a interpretar las normas a su antojo. En este caso, el art. 3 de la Ley de Banderas es de una claridad patente. Pero por si fuera poco, el Tribunal Supremo ha sentenciado que “La bandera debe ondear diariamente con carácter de permanencia, no de coyuntura, no de excepcionalidad, sino de generalidad y en todo momento”. ¿Cabe interpretar algo…? No. Sólo cabe cumplir. No cabe ampararse en la bonita frase del art. 2 de la Ley de Bases cuando se atribuye a los Municipios su “derecho a intervenir en cuantos asuntos afecten directamente al círculo de sus intereses, atribuyéndoles las competencias que proceda en atención a las características de la actividad pública de que se trate” ni en la otra genérica fórmula del art. 25 de la promoción de “toda clase de actividades y prestar cuantos servicios públicos contribuyan a satisfacer las necesidades y aspiraciones de la comunidad vecinal”.
Quizás debamos proponer a los ciudadanos del Municipio donde gobierna el Alcalde que así piensa, que si no les convence demasiado, no paguen el IBI, o que los zurdos circulen por la izquierda porque ésa es su tendencia natural y si lo consideran más oportuno, o que cada uno saque la basura a la hora que le parezca o, si hay muchos seguidores del equipo de fútbol local, sustituyan la bandera del Municipio por una futbolera, puede que despierte más sentimientos. O miles de cosas más. Es posible que alguien proponga colocar en el balcón del Ayuntamiento de Oviedo la bandera de McLaren o de Renault dada la pasión que despierta Alonso. Al fin y al cabo, son sentimientos.
El estado de derecho no tiene sentido allí donde las normas se aplican según le da a quien tiene que hacerlo, en ese momento desaparece la seguridad jurídica si la propia autoridad no es la primera que aplica la norma vigente.
Si existe la norma, ésta debe aplicarse. Dura lex, sed lex dice el aforismo latino. Si no es adecuada la ley, cámbiese por los procedimientos legales y democráticos que procedan. No se puede dejar al albur del destinatario el cumplimiento de la ley. Éste depende de un acto de voluntad, de una decisión de que lo mejor es cumplir la norma porque se convive en un estado en el que ésta es importante como instrumento de convivencia. Confundir sentimientos con voluntades siempre ha sido un error que puede llevar a indeseables consecuencias, máxime cuando algunos se creen tan iluminados como para creer que son los intérpretes o exégetas de lo que la población piensa en cada momento no sólo al elaborar y aprobar la ley, sino al aplicarla también luego.
Lo peor es que, aunque no se cumpla la ley, no es probable que vaya a pasar nada.
Compañero aquí has tocado una de las principales lacras del país en que vivimos, el menosprecio por el cumplimiento de la Ley. Hay una masa de población en todas las capas sociales, de la más baja a la más alta que no ve la Ley como algo sagrado que sale de nuestra voluntad para realizar un mundo mejor y poder disfrutar de una buena vida, en el sentido más noble de la expresión, sino como una tontería o algo que se usa o no y se manipula, según la conveniencia del que puede, sin mayores consecuencias. En un país normal nadie que desprecie la Ley debería poder ser Alcalde, pues quien desprecia la Ley desprecia la voluntad conjunta de toda la población de dicho país, por imperfectos que sean los mecanismos que convierten esa voluntad en Ley.