Decía en mi anterior comentario que en el debate sobre lo público y lo privado en el urbanismo de nuestro país tiene gran importancia, y a la par resulta muy revelador de las auténticas fuerzas que subyacen en el mismo, la cuestión del urbanizador. Y es que, como afirmaba, nos encontramos ante opiniones interesadas, que no ilegítimas, bajo las que subyace el intento de unos de aplicar al urbanismo, que ha venido funcionando como ha venido funcionando en los últimos setenta años, los principios generales que ordenan la acción pública en multitud de sectores económicos; y la voluntad de otros de impedirlo, de continuar manteniendo el actual statu quo.
Y es que ni la gestión mediante urbanizador seleccionado en concurrencia es tan maligna ni el sistema de compensación tan virtuoso. Como suele ocurrir, aunque hayan existido y existirán leyes moralmente reprobables, la maldad o bondad resultante de la aplicación de las leyes no nace tanto de éstas cuanto de sus aplicadores. Ni la propiedad es santa ni la competencia perfecta. Me explico. En 1999 el legislador aragonés prohibió que los sectores pudieran delimitarse con el exclusivo propósito de ajustarse a límites de propiedad. Pretendió salir al paso de lo que constituye práctica habitual en muchísimos planeamientos, que es precisamente lo contrario, y que se juzga incompatible con el interés general. La fundamentación de tal previsión parece lógica, pues justificar la delimitación de un sector única y exclusivamente en razones de propiedad, obviando cualquier otro interés en presencia, no parece compatible con la reciente exigencia del artículo 3.1 del Texto Refundido de la Ley de Suelo aprobado mediante Real Decreto Legislativo 2/2008, de 20 de junio, de que “el ejercicio de la potestad de ordenación territorial y urbanística deberá ser motivado, con expresión de los intereses generales a que sirve”. El exclusivo ajuste a límites de propiedad, en definitiva, no puede considerarse motivación suficiente para la delimitación de sectores en ausencia de otras razones de interés general.
Dejando al margen el ejemplo que proporciona la normativa aragonesa, lo cierto es que la práctica urbanística y los redactores de planeamiento tienen muy presentes los límites de propiedad a la hora de adoptar decisiones de ordenación. Es más, en muchas ocasiones los condicionantes al planeamiento nacen de convenios urbanísticos de planeamiento suscritos, precisamente, con los propietarios de parte de los suelos afectados o con quienes ostentan derechos que les pueden permitir llegar a serlo. En tales supuestos, sólo el equilibrio entre razones de interés general y razón de propiedad pueden justificar legalmente la delimitación de sectores. Pero la cosa no queda ahí. Enlacemos ahora con la compensación, con el mal uso del sistema de compensación como procedimiento de gestión que, a la postre, permite arrollar a los propietarios minoritarios, crítica que es precisamente la fundamental que se hace a la gestión indirecta del planeamiento por urbanizador. Pues bien, hete aquí que frecuentemente los convenios urbanísticos de planeamiento proponen delimitaciones de sectores que no coinciden con la propiedad de quienes los suscriben sino que comprenden terrenos sobre los cuales, en conjunto, los propietarios firmantes ostentan mayoría suficiente para dominar la futura junta de compensación (mayoría variable, por cierto, en las diferentes Comunidades Autónomas).
Aprobado el plan, nace la gestora que conducirá a la junta de compensación en la que la mayoría está forjada, predeterminada por el planeamiento, es decir, por el convenio. Los propietarios minoritarios, en ese momento, tienen dos opciones, incorporarse a la junta haciendo frente a las cargas de urbanización que les correspondan o no hacerlo, siendo expropiados por la administración actuante a favor de ésta. Ocurre, sin embargo, que esos propietarios minoritarios, muy frecuentemente, no podrán hacer frente a las cargas que les corresponderían, ni son profesionales del sector en condiciones de asumir la gestión del proceso, ni desean incluso, en muchas ocasiones, impulsarlo sino, más bien, mantener su situación previa tratando de hacer compatible su statu quo con el nuevo plan. Ocurre, además, que la normativa estatal y la totalidad de las normas autonómicas, en un ejemplo más de las anomalías del derecho público urbanístico, consideran a la junta de compensación beneficiario irrevocable de la expropiación de los propietarios no incorporados, de manera que la administración actuante no parece poder revocar tal condición, taxativamente impuesta por la Ley. Y todo esto sin concurrencia, por razón de propiedad o, para ser más precisos, por razón de propiedad parcial en “mayoría suficiente”.
Pues bien, pensemos ahora en el funcionamiento ordinario de esa junta de compensación dominada por quien promovió y firmó el convenio, en la que ha impuesto por la fuerza de los votos a sus propios técnicos, si no a sus propias empresas de consultoría, en la que ejecuta un planeamiento como mayoritario promovió y tramitó ante el Municipio, en la que la misma fuerza le permite evaluar e imponer costes y contratistas al margen de las normas de control de una obra que, según sostiene firmemente la Comisión Europea, es pública. ¿Es esta situación tan diferente de la que describen los críticos del urbanizador? No, salvo por el hecho de que no existe licitación alguna.
Al igual que resultaría escasamente presentable rechazar taxativamente, sobrevalorando supuestos de mala praxis urbanística (siendo magnánimos en la calificación), un modelo de gestión que como la compensación ha permitido avanzar en la planificación y gestión urbanística de la ciudad, con buenos resultados en la mayoría de supuestos, resulta del todo infundado criminalizar la gestión indirecta por urbanizador por razón de los abusos que, según algunos (muchos o pocos según quien opine), se han producido en el litoral levantino. Y es que los famosos PAI no surgían de la nada, sino de acuerdos de voluntades plasmados en el mejor caso en convenios urbanísticos; la ley no eximía del proceso de licitación (salvo, por cierto, a las agrupaciones de interés urbanístico apoyadas por propietarios que representasen más del cincuenta por ciento del suelo del ámbito), aunque su regulación no fuese del todo acertada; la ley no eximía de garantías al urbanizador; ni, por último, otorgaba a éste prerrogativas exorbitantes que, al margen de decisiones administrativas, le permitiesen abusar de los propietarios. No era así.
Y es que en un caso y en otro, propietarios o urbanizador de por medio, quien decide es la administración. Las técnicas urbanísticas no conducen inexorablemente a un resultado benéfico o perverso. Es su aplicación al caso concreto la que determina el resultado. Y lo que los hechos ponen de manifiesto es que la incorrecta aplicación de la ley en sede administrativa se acaba trasladando a la propia ley. La Ley, sin embargo, no es culpable de su incumplimiento. Sólo las personas lo son.
Totalmente de acuerdo, Julio: lo realmente perverso es la aplicación torticera de los medios legales que se ponen a disposición de los operadores, no los propios medios. Con estas herramientas, y con la recta aplicación de su responsable máximo -la administración actuante en cada sistema- se puede llegar a resultados satisfactorios. Y sin embargo…