Cuando lo escuché hace ya algunos años, pensé que era una broma, un mote simpático con el que un avispado bromista había bautizado al primer navegador inteligente que llegaba al mercado para guiarnos por esas rutas del señor. Pero no, Tom Tom era el nombre de un novedoso y portentoso artilugio, bautizado sin duda por alguien que sabía más de tecnologías y de finanzas que del sentido del ridículo español. Fuera como fuere, el Tom Tom se popularizó y sobre sus mapas y su voz metálica confiamos el rumbo a seguir en nuestros desplazamientos por tierras desconocidas. “A cien metros, gire a la derecha”, nos decía la voz femenina y nosotros le hacíamos caso. “Ha llegado a su destino” y frenábamos. Nuestros destinos iban poco a poco confiándose perrunamente a aquella maquinita que todo lo sabía; habíamos indultado para nuestros adentros el doble sentido peyorativo del concepto Tom Tom. Aunque otros navegadores, como el del omnipresente Google, también aparecieron en nuestras vidas con su misión de guías redentores, fue Tom Tom quién logró consolidarse como icono de la navegación asistida por satélite.

¿Y quién es Tom Tom? Pues se trata de una compañía holandesa nacida a principios de los noventa del pasado siglo y que sólo diez años después ya fue capaz de lanzar al mercado el navegador que le otorgaría el éxito y el reconocimiento internacional, a pesar de tan peregrino nombre.

Pero… ¿por qué este discurso? Pues porque hace unos días leí una noticia que me hizo reír primero y reflexionar después. El titular ya lo decía todo: <<Hasta Zagreb por error. “Seguí el camino del Tom Tom”>>. Sabine Moreau, una belga de 63 años, tenía que ir a la estación de Midi, en Bruselas, a escasos 70 kilómetros de su domicilio a recoger a un pariente que llegaba. La buena señora, al salir, ajustó su Tom Tom, y comenzó a conducir siguiendo sus indicaciones sin pestañear. Los kilómetros, las horas y los días pasaban, pero la abuela respetaba escrupulosamente las indicaciones de su infalible GPS. Cuando estaba muy cansada, paraba a descansar unas horas dentro del coche. Tuvo un accidente, una multa, y sólo bajó del coche para repostar e ir al servicio. Cruzó Alemania, Austria, Eslovenia y al llegar a Zagreb, tras recorrer 1.325 kilómetros desde su domicilio, cayó en la cuenta de que algo no marchaba bien. “En ese momento fui consciente de que tenía que regresar” confiesa la señora Moreau en alguna de las entrevistas que le han realizado durante sus días de gloria. Pues dicho y hecho. Apagó el Tom Tom y regresó por otro camino algo más largo aún que el de ida y que le hizo atravesar Eslovenia, Italia, Suiza, Francia hasta regresar a su domicilio, donde lo esperaba su familia angustiada y la policía alertada por su desaparición. En total la aventura duró dos días y medio en los que recorrió la increíble distancia de 3.400 kilómetros en total, acreditados, además, por los tickets diversos. Cruzó 8 fronteras y se dejó 465 euros en multas. Una proeza que ha recorrido los periódicos del mundo entero. ¿Cómo pudo ocurrir esto? ¿Cómo no se percató antes? Existen multitud de explicaciones posibles; la primera, la que proporciona la propia familia: Sabine Moreau sufría una fuerte depresión y tomaba una fuerte dosis de medicación. La segunda, la que mantienen algunos malvados: la señora en cuestión, harta de la familia, se había fugado en busca de libertad. Quién sabe. Aunque yo tiendo a creer la versión que ella misma ha dado de su desvarío. Que siguió fielmente al Tom Tom y que cayó en una especie de obsesión febril que le impidió pensar en otra cosa que no fuera en conducir y conducir hasta donde le guiara su navegador. Puso su mente al servicio de la máquina, como tantos de nosotros hacemos todos los días. Conozco a quién para saber el tiempo que hace en ese momento en su ciudad, consulta internet en vez de abrir la ventana. Sin saberlo, la señora Moreau se ha convertido en un icono de los tiempos para todos nosotros, súbditos del reino digital.

Las máquinas gobiernan nuestras cuentas bancarias, nuestros registros públicos, nuestras empresas, nuestro ocio. Nos dicen a qué hotel ir y qué vuelo coger. Nos ayudan a escoger pareja y a llenar nuestro tiempo de soledad. Han vaciado nuestra memoria, confiada ya a los datos inmediatos y ¿seguros? que nos proporcionan los buscadores. Le hemos dado nuestra cartera, nuestra mente, nuestro cuerpo y quién sabe si nuestra alma. Todos somos un poco la señora Moreau, seguidores fieles de un software que alguien diseñó para alinearnos. Y todo lo aceptamos sin pestañear, sin dudar. ¿Cómo se van a equivocar los múltiples Tom Tom digitales que gobiernan nuestras vidas?

Visto lo visto, quién inventó el dichoso nombrecito acertó casi por completo, salvo en un pequeño matiz: ¡los TomTones no eran los inventitos de marras, éramos NOSOTROS! ¡Gracias, Sabine Moreau, por habernos abierto un poco nuestros ojos entomtecidos!

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