España tiene un problema territorial, repetimos solemnes. Lo tenemos claro; el relato es evidente, la realidad palpable. Debemos rendirnos ante su evidencia, ponderar su lógica clarividente, súbditos fieles que somos de su poderoso relato. El modelo del 78 es insuficiente, debemos ir más allá. El actual estado de las autonomías no puede satisfacer las legítimas demandas de una sociedad compleja y evolucionada. Queremos más descentralización, más autogobierno; nos envolvemos en nuestras banderas autonómicas – ¿deberíamos decir nacionales? -, para impedir que el pérfido Madrid pisotee nuestra dignidad. Luchamos por lo nuestro con el heroísmo de David, frente al brutal poder de ese Estado-Goliath anticuado, opresor, corrupto e ineficiente que limita nuestras libertades y pone cortapisas a nuestro futuro. Por eso, debemos matarlo poco a poco. Por sus obras los conoceréis, clama el Evangelio. No lo decimos, pero lo hacemos. Queremos matar al padre. Su debilidad, será nuestra fortaleza; su agonía, nuestro reverdecer; su muerte, nuestra vida.
La solución ante tanta injusticia no es difícil. Debemos modificar la Constitución, a modo de bálsamo de Fierabrás, para aplacar el hambre ancestral de libertad y la sed arcana de justicia de nuestra naciones y nacionalidades. Sólo negociando y cediendo (o mejor conquistando) más competencias podremos encontrar la paz. ¿Competencias? Para los más avanzados, para los más comprometidos, para los más valientes, esa palabra ya no es suficiente. ¿Competencias? Que se las metan por donde les quepa. Ya no nos vale, ya queremos soberanía. Sí, soberanía. Eso es lo democrático y justo. No más dádivas, recuperemos el poder que legítimamente nos corresponde. Para acallar el vocerío de los indepes, debemos darles más poder, mayor capacidad de autogobierno y, por supuesto, más dinero. Así, lograremos aplacarlos. Desde luego, lo peor que podemos hacer es provocarlos con nuestra cerrazón, como hacen los españolistas que, con sus añoranzas y sus facheríos, los irritan y radicalizan. No, no podemos llevarles la contraria, los provocaríamos y ya sabemos que los españolistas son la máquina más eficiente de producir independentistas. Cedamos y cedamos y así será posible que nos consideren democráticos, razonables y ponderados. Seamos buenos chicos y ellos nos lo agradecerán con su reconocimiento, que ilusión. Modifiquemos la constitución para hacer más pequeña la anquilosada nación española y más grandes y poderosas a las verdaderas naciones y nacionalidades, luminosas y hermosas en su renacer, aplastadas hasta ahora, pobrecitas, por la brutalidad de un centralismo borbónico y carpetovetónico.
Que bien suena, derecho a decidir. Anteponer el derecho a decidir de la parte frente al sentir del todo es lo bello, lo justo, lo democrático. El mejor país, el más descentralizado. El mejor Estado, el más débil. La mejor nación, la de mi pueblo. Esa es la melodía que componemos con nuestros discursos, relatos y comportamientos políticos desde hace muchos años para acá, hasta haber convertido a ese discurso en un monarca ideológico absoluto (y autonómico) que adoramos y ponderamos con fruición. Descentralicemos, transfiramos, cedamos. Que mala y facha es España (¡con bandera e himno, qué horror!) que limita nuestras libertades y tritura nuestra cultura e identidad en una sopa maldita que nos homogeniza y destruye.
En ingeniería se trabaja con vectores, dotados de dirección, intensidad y sentido. En sociología política, los grandes paradigmas tienen naturaleza vectorial. Así, desde 1978, consideramos sacrosanto el paradigma de la descentralización – funcional y sobre todo política – en favor de las Comunidades Autónomas. Descentralizar es cool, moderno, democrático y justo. Justicia histórica, que diríamos. El centralismo (o, peor aún, recentralismo) es antidemocrático, franquista y un auténtico insulto al sentir del pueblo. La dirección de la bondad política sólo puede tener un único sentido posible, el centrifugador, el del Estado hacia el poder periférico, siempre desde el centro hacia las verdaderas naciones y Comunidades Autónomas. Reformemos la constitución porque hacerlo, en verdad, es hablar de eso, sobre todo de eso. Lo demás, ¿a quién le importa?
Y así hemos construido, entre todos, el artefacto autonómico que conformamos y habitamos, insatisfechos, encima, por su cortedad. ¡Necesitamos más y más descentralización! Idolatramos ese paradigma, veneramos sus principios, alabamos sus virtudes y aplaudimos entusiastas sus comportamiento y discurso. Así ha sido hasta ahora. Pero, ¿necesariamente será así por siempre de los jamases? Rendimos pleitesía intelectual y moral al constructo descentralizador. Pero… ¿quién nos asegura que, en verdad, no se trata de un rey desnudo? Por humanos, somos previsibles y predecibles, nada nuevo hay bajo el sol. Y, por eso, las fábulas clásicas continúan rezumando sabiduría socarrona. Alabamos el ropaje de ese monarca ideológico y ponderamos las finezas de sus encajes transparentes. Pero quizás bastaría con que un inocente exclamara el inoportuno ¡Pero si está en pelota picada! para que nos percatásemos, horrorizados, que hemos sido súbditos de un monarca en cueros que muestra, impúdico, sus vergüenzas al aire.
Y entonces vendrían las preguntas incómodas, heréticas a día de hoy. ¿Y si hemos creado un monstruo que nos devora? ¿Y si descubriéramos que el sistema hiperautonómico trabaja contra nosotros y no a nuestro favor? ¿Y si llegáramos a la conclusión de que nos complica la vida en vez de favorecérnosla? ¿Y si, en muchas materias, una legislación común y alineada con Europa fuera mejor y más cómoda que diecisiete diferentes que nos obligan a papeleos y dilaciones? ¿Y si se nos ocurriera valorar el que con una gestión común se racionalizaría el gasto y se mejoraría la eficacia? ¿Y si nos convenciéramos de que es digno y democrático creer que un Estado fuerte es más justo, solidario y eficaz, que las Taifas hambrientas y vociferantes? ¿Y si pensáramos que la reforma de la Constitución pudiera refortalecer al Estado de todos en vez de debilitar para engordar las ambiciones de unos cuantos? ¿Y si descubriéramos que somos ya el país más descentralizado de Europa, con el Estado más débil, y nos rebeláramos con un ¡Basta ya! democrático y firme como el que derrotó a ETA? ¿Y si nos percatáramos que lo democrático es, en verdad, lo que votamos la mayoría y no lo que nos quieren imponer las minorías movilizadas? ¿Y si nos convenciéramos de que luchar por la unidad es aún más democrático y hermoso que hacerlo por la desunión?
Preguntas incómodas que parecen agredirnos, en principio, por lo que las rechazamos y despreciamos. Habla de España, umm…, facha seguro. De hecho, nos parecen una auténtica provocación porque nuestra mente está instalada en el paradigma vectorial y centrífugo de la descentralización. Pero, ¿quién nos dice que siempre será así? ¿Y si, al final, somos muchísimos más los españoles que queremos seguir juntos y descubrimos el poder democrático de nuestro voto para denunciar al rey desnudo? ¿Y si la gente, en sus adentros, ya quisiera, en verdad, poder votar por los que trabajan por el más España y menos Taifas y no por el que quiere matarla por inanición para engordar sus feudos?
La física y la ingeniería no engañan: toda acción siempre genera una reacción de igual intensidad y sentido contrario. Quizás, pronto descubramos, lúcidos, que hemos adorado a una descentralización soberana que vestíamos falsamente con nuestra credulidad boba y acrítica. El rey estaba desnudo, y nosotros sin saberlo. Pero, ¿quién será el primero en gritarlo?
Que no sea el problema que durante la transición se «vendió» un modelo territorial de pocas autonomías pero muy autónomas, que se transformó por arte de birli birloque (y de un golde de estado militar) en ese monstruo que hoy día no contenta a nadie. Y por eso muchos de los que creían en esa Constitución hoy hayan decidido que les engañaron.
CHAPEAU, BRAVO, GENIAL…