Anda el país tremendamente desorientado. Y es que ni se vende, ni se compra, ni suben los precios, ni bajan. El sector de la construcción y la promoción inmobiliaria, en estos trances, cae. El sector financiero, en sus cuitas, ni se reestructura, ni en frío ni en caliente, ni reinicia su normal actividad. La burbuja explotó, pero todos parecen añorarla. Y es que en este país no se concibe un promotor que no promueva, un constructor que no construya, un municipio que no recalifique y un banco o caja que no financie. No es eso lo normal, lo natural. Pero eso, precisamente eso, es lo que está ocurriendo en este país, que sigue agarrotado ante la caída de su fundamental motor económico, aquél que arrancó con fuerza irresponsable al calor de las reformas introducidas a mediados de los noventa.
Bueno, en honor a la verdad sobre esto último –la existencia o inexistencia de crédito– hay opiniones diversas, sobre realidades económicas cuantificables, mensurables, pero al parecer opinables. Quién no ha visto esas soberbias campañas publicitarias cuantificando miles de millones de euros en préstamos, miles de éstos, en definitiva, que sin embargo la economía real no sabe exactamente a dónde van. Lo cierto, a la vista de la evolución de las cifras de vivienda iniciadas en 2008, 2009 y lo que llevamos de 2010 es que, si hay crédito, va a otros destinos distintos del tradicional ladrillo hispánico. Mercaderes de suelo, promotores, constructores y la amplia industria auxiliar de la construcción no gozan del crédito de años atrás cuando se financiaba todo y toda solicitud de financiación se antojaba mejorable.
Recuerdo el debate sobre la burbuja cuando muchos nos decían a unos pocos que no había tal, que tras el sector inmobiliario que estábamos alumbrando quedaban ladrillos convenientemente amontonados y planes aprobados, con sus suelos reclasificados, y que tales realidades lo soportarían todo. Que no podían perder valor. Recuerdo también aquél auge de las empresas tecnológicas, aquéllas que estaban llamadas a transformar el mundo explotando, por ejemplo, negocios como internet o los servicios de valor añadido prestados sobre ella. Entonces muchos arriesgaron sus ahorros al juego especulativo de los mercados de capitales y sólo unos pocos ganaron (y obviamente la mayoría, la inmensa mayoría, perdió). Y con tales recuerdos no puedo evitar hacer una comparación entre los muchos y los pocos y, sorprendentemente, en ambos casos fueron muchos, están siendo muchos los que pierden y sólo unos pocos los ganadores.
En suma, se especula con la vivienda y la vivienda acaba perdiendo valor para la mayoría. Se especula con el crédito y éste acaba convirtiéndose en inaccesible para la mayoría porque, a la postre, ha de administrarse una capacidad para asumir riesgos que, como todo en la vida, es limitada. Se especula con las empresas y son éstas, también, las que acaban perdiendo valor o aun desapareciendo víctimas un juego perverso en el que son muchos más los perdedores. Y es que la especulación está íntimamente relacionada con la ambición y la avaricia y una y otra son características esenciales, con otras afortunadamente, del ser humano. Hay ámbitos de la vida dónde no es suficiente, pues, con confiar en la autoregulación, en la prudencia. Es necesaria, es del todo imprescindible la regulación por los poderes públicos, por los representantes del común de los ciudadanos que, a la postre, son el común de los perjudicados por la avaricia y la ambición de unos pocos. Y en ese debate estamos, todavía, si hay que regular los mercados financieros o no hay que hacerlo, si es preciso intervenir en el sector de la vivienda o hay que abandonarlo a un mercado que se ha mostrado tan imperfecto que raya lo inexistente.