El círculo vicioso de la corrupciónDe niño no recuerdo que se hablara de corrupción; no porque no la hubiera sino porque los regímenes autoritarios son extremadamente opacos. Con todo, ¿quién no recuerda, a poco que pase de los cuarenta, el caso Matesa, que explotó en 1969? O, para los más veteranos, las razones por las que se creó la Agrupación de Tráfico de la Guardia Civil diez años antes. Incorrupto por antonomasia era, en cambio, el brazo de la santa abulense que hacía turismo de diócesis en diócesis y que era muy venerado, por lo que se decía, en el Palacio de El Pardo.

Alguna vez he oído el disparate de que los casos de corrupción que asuelan la vida política española en la actualidad son un peaje de la democracia, de la autonomía municipal, de la teórica ausencia de mandatos imperativos… Dicho de otro modo aún más crudo, que si queremos pluralismo político hay que entender que los partidos necesitan financiarse y que siempre hay resquicios para allegar fondos al margen de la estricta legalidad. Y que si queremos unos municipios que no estén férreamente tutelados por otras Administraciones, hay que entender que a algún regidor se le vaya la mano; es decir: que la ponga. Y que la libertad de empresa y la concurrencia competitiva llevan a que alguno idee formas imaginativas de obtener adjudicaciones ofertando cosas bajo manga. Y que, como el acta de concejal o de parlamentario es del electo y no de la formación que lo presenta, éste –o ésta- puede hacer de su capa un sayo y remover mayorías a su antojo sin que nadie le pueda dar una patada en las posaderas. Confieso que cada vez que escucho cosas así, aunque se digan medio en broma, pillo un berrinche descomunal. Como cuando oigo a algún alcalde populista decir que la eficiencia obliga a veces a interpretar la ley valiéndose de atajos, o, lo que es lo mismo, que el fin justifica los medios.

Confieso, sin un ápice de hipocresía, que me produce un enorme abatimiento cada noticia que llega de redadas de políticos –y, a veces, funcionarios-, con independencia de que su credo político sea el mío u otro. Duele España y duele el saqueo al bolsillo de los contribuyentes. Y la cosa tiene pinta de que, por efecto ventilador –o quizá molino eólico, dada la magnitud- van a seguir saliendo casos y cosas en todo el espectro político y en todo el mapa peninsular e insular. La Justicia exhibe une maquinaria lenta, a veces desesperante, pero que acaba siendo inexorable y demoledora. Por tanto, lo que nos queda por ver y lo que verán otras generaciones, porque, parodiando el presagio evangélico, nada hay oculto que, aunque tarde, no acabe saliendo a la luz.  

En estas reflexiones de tertulia también suele oírse, no siempre de boca de nostálgicos del centralismo, que a mayor número de Administraciones más riesgo de corrupción; una obviedad derivada del cálculo de probabilidades. Lo que sí es cierto es que falla estrepitosamente el sistema de controles internos, deliberadamente debilitados y externos, normalmente en manos de los propios partidos políticos que, igual que se reparten las canonjías del Tribunal Constitucional y del CGPJ, hacen lo propio con los órganos de fiscalización de cuentas. Si a eso se une que las declaraciones de bienes e intereses, aunque supongan una bocanada de aire fresco, no son un antídoto contra la mentira y la ocultación, la conclusión es bastante deprimente.

En mi breve experiencia política saqué algunas conclusiones claras: que entre corruptos de distinta bandería suele aplicarse la máxima “perro no muerde perro” y que las cloacas son vasos comunicantes que unen e igualan la putrefacción de los sinvergüenzas de un lado y de otro. Por medio suelen aparecer siempre intermediarios, promotores o contratistas que siempre disfrutan de una posición dominante, gobierne quien gobierne.

Igualmente, en los tres años que llevo en la Comisión de Expertos del Pacto Anti Transfuguismo he visto revelarse, como los demás miembros, el cliché de quien traiciona a sus siglas y cambia de chaqueta. Se trata de un auténtico círculo vicioso: los tránsfugas suelen alegar corrupción del equipo de gobierno para justificar su conducta. Pero ni se van nunca ni practican tal disidencia ética gratis, sino que obtienen algo a cambio, frecuentemente la concejalía de urbanismo, con lo que ellos mismos se corrompen.

Muchas veces ha querido verse en este drama de nuestra democracia –por más que haya miles de cargos públicos honrados y altruistas-, una consecuencia de la insuficiencia financiera de los Ayuntamientos, que tienen que valerse de recalificaciones abominables donde siempre alguno saca tajada, o de los partidos políticos, que con las cuotas de afiliados y las subvenciones electorales no pueden pagar a sus ejércitos de liberados. No digo que esto no sea verdad pero los desaprensivos que entienden que lo público es res nullius meterían mano en el cajón en cualquier circunstancia que se les presentara. Aunque es cierto que el actual sistema es un caldo de cultivo que favorece la aparición del abuso, cuando no del latrocinio de cuello blanco.

Me temo que no valen paños calientes ni pequeños parches legislativos. Regenerar nuestra democracia exigirá, como en otras latitudes, examinar las competencias de cada Administración y la independencia de sus supervisores, delimitar el papel de los servidores públicos y poner a los partidos políticos en el lugar, nobilísimo, que la Constitución les reserva: expresión del pluralismo político, conformadores, en buena medida, de la voluntad popular que deben transmitir e instrumento fundamental de la participación política. Pero, en ningún caso, oficinas de empleo.

1 Comentario

  1. El protagonismo de los partidos en España es exagerado y se debe mucho más a prácticas históricas de abuso de poder, conformismo e inercia de la costumbre que a su configuración constitucional. Un simple artículo en el título preliminar de la Constitución, les basta para comerse casi todos los espacios importantes de la vida política y social (casi como si estuvieramos todavía en un régimen totalitario, puesto que todos los partidos con poder político, se parecen como si fueran el mismo).

    Sin embargo, habría que recordar ahora más que nunca que el Artículo 23.1 de la Constitución, reconoce un derecho fundamental a los ciudadanos a participar en los asuntos públicos directamente (antes que mediante representantes). Por tanto, los partidos no son la única opción, ni la preferente, desde un punto de vista constitucional, en el que se puede ver un respeto hacia el ideal democrático en esencia que sería la participación directa de los ciudadanos. El mismo derecho fundamental constitucional ejerce un político cuando nos somete a sus dictados por elección que el funcionario que accede a un cargo público o el ciudadano que interviene libremente en política por su cuenta; y al contrario, hemos de recordar también una verdad constitucional que puede parecer de perogrullo: los partidos no tienen derechos fundamentales y su estructura y funcionamiento deben ser democráticos (artículo 6 de la Constitución). Lo cual puede y debe ser interpretado con gran amplitud, si no queremos pagarlo muy caro.

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