El difícil equilibrio entre la protección de la fauna salvaje y los intereses ganaderos

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Quizá me anima el escribir estas concretas líneas el encuentro casual, estas vacaciones, con un par de jabalíes, mientras daba un paseo familiar a escasos metros de un pueblo. Afortunadamente, no tuve que topármelos en la carretera donde, amén del susto y del impacto que un atropello puede generar, dado el peso de estos suidos, está el tema de los daños que, como ya se ha escrito varias veces en este blog, desde la interesada reforma operada por la ley 6/2014, de 7 de abril, se entiende, por regla general, que se imputan al conductor. A éste corresponde, cargándose la responsabilidad objetiva, demostrar roturas en el vallado perimetral –si lo hay-, la existencia inminente de batidas colectivas de caza o la falta de señalización de animales sueltos, o sea, la señal del ciervo saltando, cada vez más habitual para curarse Fomento en salud. En resumen, que, si sobrevivimos al golpe, nos comemos con patatas al animal (si la sanidad autonómica lo permite, que pocas veces) ya que, lo único por lo que no hay que pagar, es por el bicho fenecido. Pero los daños propios o a tercero, en la infraestructura o en los quitamiedos, son cosa del pobre conductor sorprendido por el puerco.

Para colmo, la sobrepoblación de jabalíes es noticia cotidiana en más de media España. Se acercan a aldeas, a contenedores urbanos y ya visitan, en manada, las ciudades, entrando como Pedro por su casa. Pero de ese descontrol, coadyuvante de los numerosos accidentes, no responde la Administración ambiental.

Sí paga, en cambio, cuando se trata de ataque de lobos u osos al ganado, Ambas poblaciones tienen desterrado en el presente el riesgo de extinción. Los cánidos siguen dominando sierras del noroeste peninsular y norte portugués. Los osos, con dos poblaciones que esporádicamente se comunican, itineran por el suroccidente de Asturias y noroeste de León, entrando en Galicia, pero, en menor medida, también por la zona interautonómica próxima a los Picos de Europa y norte de Palencia. Sin contar los ejemplares pirenaicos. El oso es hoy, por su recuperación, un reclamo turístico, singularmente en el concejo astur de Somiedo, donde puede avistárselo con facilidad, dada su multiplicación (para algún experto, excesiva) en los últimos años. Pero los lobos –hoy mismo se ha cortado una carretera por los ganaderos- y los osos, causan daños: a los rebaños, a animales sueltos y, en el caso de los plantígrados, a plantaciones y colmenas. Y, rara vez, a los humanos,  aunque ahí está el mito del Rey Favila. En esta España, necesariamente asimétrica para sorpresa de algún nacionalista, las comunidades con este tipo de fauna tienen que pactar cuantiosas indemnizaciones con los perjudicados por la protección de estas especies, lo que es justo y lógico, aunque, en este país de críticas y sospechas veladas, siempre se recela de que se hagan trampas. No me parece tan fácil, ciertamente.

En total, la protección de la fauna silvestre sale particularmente cara, tanto a los entes tutelares como a las propias personas físicas que o bien sufren los daños en sus carnes (como es el citado caso de los conductores) o los padecen en sus pastizales o majadas, teniendo que acreditar cómo, cuándo y dónde se produjo el ataque y regateando reglamentariamente el costo de la reparación. Sin contar el daño moral porque caballos, vacas, ovejas y cabras, no son, por más que quieran las Administraciones, seres anónimos y hasta fungibles si me apuran; todos tienen nombre y reconocen la voz de su dueño como en la preciosa parábola evangélica. Los urbanitas, a veces, creemos que sólo puede tenerse apego –y por tanto pretium doloris– en relación a perros y gatos. Y en absoluto. Tal creencia tiene mucho de despreciativa hacia lo rural y así nos va. Como si muchos, entre los que me encuentro, no tuviéramos el agro a flor de piel.

Claro, quedaría la regulación de la caza, con sus artes –armas-, especies cinegéticas  y vedas. Tampoco aquí, en estos tiempos de conflictividad por todo, hay un mínimo consenso entre quienes creen que con su actividad “deportiva” contribuyen al mantenimiento del ecosistema (no hablo ahora de especies alóctonos agresoras) y los que piensan que toda persona con escopeta de cartuchos es un elemento violento a erradicar. ¡Mucho trabajo le queda al Derecho para conciliar tantas cosas!

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