El espejismo del fascismo

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La gravedad de la crisis actual está creando, como subproducto vital, una notable divergencia entre los hombres de negocios y la clase política. Los primeros, concentrados en los modos de obtener liquidez a corto plazo, liquidan su pasado para estar disponibles ante el futuro. Saben que no será insistiendo en las causas del triunfo de ayer como les llegará el éxito en un incierto y distinto mañana. Prefieren estar preparados antes que comprometidos. Los políticos, en cambio, ven el futuro con los ojos puestos en la nuca de su pasado inmediato. A quien deben su «a posteriori» concepción antifascista o anticomunista del mundo. Esta es la razón del uso constante del término “fascista”, como un peligro renuente. Peligro que volvería a dar sentido a su periclitado universo. Lo importante no es la evidente falta de ese peligro, sino la propensión de algunos políticos a inventarlo a la primera de cambio. La historia no actúa a conveniencia mental. La prensa extrae sus titulares de la tendencia emocional de las redes sociales. Este modo de producir ideas para el consumo provoca una gran distorsión de la realidad, a causa de un empoderamiento de lo ideológico sobre lo verídico.

En tiempos de crisis radical, definidos por la incertidumbre del porvenir, los intelectuales, los medios de comunicación y la clase política rebuscan en tiempos pretéritos contextos sociales e históricos donde se puedan extraer eslóganes basados en el archivo emocional de sus memorias históricas. El futuro se imagina como el despliegue de lo que sucedió y de lo que está ocurriendo. Se proyecta como una realidad que cuando se intenta aprehender de cerca por los sentidos, es solo engaño o ilusión inducida. La mercadotecnia tira de eslogan de impacto a razón de tomar el pulso en las calles, en las encuestas y en las redes sociales. “Libertad o Comunismo”, “Democracia o Fascismo”, solo tienen un propósito: asustar a la opinión pública para incrementar el apoyo electoral a lo que se considera la única alternativa: la democracia de partidos, pues a la democracia política ni se le ve ni se le espera.

 Recuerdan estos eslóganes de la propaganda, a los que animaron a las revueltas en el siglo XVIII a la vecina de Francia: Holanda. En Ámsterdam no hubo carros cargados de aristócratas condenados, ni cestos con cabezas cortadas, pero eso no orilló que el ambiente de la política holandesa en la época de 1780 fuese menos revolucionario. Utrecht, Leiden y Haarlem estaban patrulladas por un cuerpo de milicianos armados: el Cuerpo Libre, que desfilaba bajo el estandarte “Libertad o Muerte”. Estos milicianos se reunían bajo “la hoguera patriótica” en Utrecht, que se había erigido en el “Templo de la Libertad”. Como bien señalará Simon Schama, la publicación del catecismo del ciudadano de 1785, escrito por el abogado bordelés Saige, no solo será el antecedente de la Declaración de Independencia, sino el de la Declaración de Derechos francesa. En la ciudad de Utrecht solo cabrá la libertad o el fuego. Un fuego que purgará a la “aristocracia” de los “demócratas”. Una milicia que desfilará ante incendios y purgas, que algunos años más tardes tanto recordará a la Noche de los Cristales Rotos.

Los movimientos reaccionarios populistas tienen algo en común. No es que nazcan del neofascismo corporativo mediterráneo, del neonazismo racial germánico o incluso del tecnosocialismo estatal asiático o de la autocracia liberal rusa, sino que son el resultado del voto popular, cuando a la frustración social de las masas se añade la impotencia política del sistema vigente. El desapego a las instituciones, la corrupción política, el desprecio a la verdad y la desigualdad económica-social, aboca a una crisis de valores y principios que polariza a la sociedad en bandos, en facciones, donde cada una buscará su “mesías” salvador en la tierra y remendón de todos sus males. Los partidos reaccionarios no buscarán gobernar para la sociedad, ni siquiera para la mayoría, sino contra quienes se posicionan enfrente del espacio político, culpables de los males que azotan al ciudadano. El adversario es enemigo. Lo político lo origina el dualismo amigo/enemigo (Schmitt), y no el enfrentamiento de ideas y proyectos políticos. No se admiten postulados diversos o incluso adversos. La posición contraria es riesgo de existencia, peligro ontológico contra el que hay que combatir. En el terreno del juego político no se admiten adversos. La existencia de lo contrario supone peligro propio. Su inexistencia por mi pervivencia. Es cuestión de supervivencia política. Es lo que se ha venido a llamar, la política de defensa propia.

Esto explica la obscena radicalidad en las posiciones públicas, en los eslóganes cartularios o las llamadas a la pedrea urbana.  O que las palabras más utilizadas en la campaña electoral hayan sido “violencia” o “fascista”. Todo ello trasladado a la ciudadanía.

Se invita a “parar el fascismo” en las calles o a evitar “el comunismo” en Madrid. Los partidos se han convertido en agitadores del pueblo. Y como señalará de nuevo Carl Schmitt, que más democrático que la acclamatio de las masas ante los jefes de partidos y “sus gentes”, no hay proceso electoral alguno. La aclamación viva, directa y espontanea del populacho no solo será la verdadera encuesta, sino la auténtica urna democrática, pues incluso el proceso electoral ya se entiende amañado de antemano. El “enemigo” hará todo lo posible por ganar, pues el poder se conquista “por asalto” y no mediante un sufragio secreto, es decir, oculto.

Y es que es más fácil gobernar a un pueblo sumido en la incertidumbre, la duda y la inseguridad, en otras palabras, en el miedo, que dirigirlo con la verdad, la claridad y la decisión responsable. Es más fácil guiar a una sociedad ciega, deslumbrada que alumbrada por la plena luz del día. Y es que ya no vencen los hechos, sino que convencen los relatos (Chomsky). La parcialidad se ha impuesto a la realidad. Y la inmutabilidad de los hechos ha cedido al travestismo del argumentario.

Ya nada es seguro. El “rebus sic stantibus” no necesita de tiempo para equilibrar los intereses. Solo necesita oportunismo. Todo podrá ser en cualquier momento. No se cambia porque las razones y las condiciones cambien sino porque los intereses, volubles y transaccionables, encuentren acogida en cualquier momento. La maleabilidad de la política y la mercantilidad con lo político no encuentra contrafrenos en la sociedad sino su más célebre espectador y ferviente motivador. El oportunismo encuentra su apoyo en la división social y en la formación de bandos, en el que cada uno acoge el relato de “su” político. Se cree en el relato, voluble y ajeno a la realidad, pero no en los actos y en los hechos. Esa es la integridad. La unión entre los actos y los hechos. El relato no forma parte de la integridad sino del oportunismo.

La democracia está en juego, dicen los partidos candidatos. Pero ninguno hace suyo el imperativo categórico que ilumina la propia Ley de la democracia: «la autoridad es legitima si, y solo si, la libertad del pueblo que la establece tiene la misma naturaleza de la libertad para deponerla». La democracia es una especie de gobierno que la historia ha producido para resolver el conflicto entre el poder y la libertad. Por eso es una forma política.

Surge como colorario de la libertad política, y su método está en la garantía, no del acierto en la solución de problemas sociales, cuestión sujeta a opinión o ideología, sino de la permanencia de aquella en la sociedad gobernada. Por ello, la democracia no solo debe tener en cuenta la mayor o menor justicia social de sus decisiones (Rawls) o las formas de adoptarlas, sino que es imprescindible el método específico que implementa como garantía de aquella. Y ello por una única razón y es que el secreto de esta singular forma de gobierno está en la síntesis institucional de una precaución, contra el abuso de poder del Estado, y de una caución, para el uso de la libertad política de la sociedad. La pre-caución consiste en la separación y equilibrio de los poderes del Estados. La caución, en la conservación de la potencia de la libertad de acción de la sociedad hacía el Estado. Esa es su fórmula. Ese es su método científico. La democracia como garantía de la libertad política de la sociedad. La libertad política como fundamento y fundante de los derechos y libertades individuales.

Se ha escrito mucho sobre las causas culturales y económicas del fascismo y del nazismo. Pero apenas nada sobre la debilidad del régimen de partidos que les facilitó el camino. Un régimen que se presentó, en plena derrota económica, como la única forma posible de la democracia.

Después de aquella amarga experiencia, debería bastar para saber que fue una democracia de partidos la que llevó al totalitarismo del partido único y sin necesidad de derogar la Constitución de Weimar. Solo les bastó arrinconarla.

Todavía, miramos para otro lado.

2 Comentarios

  1. como ex Letrado que dice de Vd. sólo una pregunta se puede llevar a los tribunales de Justicia EUROPEOS a los presidentes de este país que prometen en las elecciones unas cosas que no cumplen y que al contrario, hacen todo que prometen al reves, se les puede denunciar por estafa? Me gustaría saberlo para ver si me animo, ya se que en España ésto no es posible. Gracias anticipadas

  2. Excelente artículo Marcos Peña.

    Refleja perfecto, el intento de la mercadotecnia por crear una imagen de la realidad a través de la publicidad, a modo de influencia, recogiendo material histórico para generar un impacto en la emoción del ser, distanciándolo de lo real, para vender una figura irreal de persona.

    Saludos cordiales.

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