Antes, las apariciones tenían nombre de Virgen; ahora, de presidente norteamericano. Antaño sucedían en lugares apartados; hogaño acontecen en palacios y hoteles de cinco estrellas. El mensaje de salvación, que en el pasado era entregado a pobres pastorcillos, se predica en al actualidad ante tribus de periodistas ansiosos por propagar su buena nueva a los aires de la globalidad. Todo parece distinto, pero, sin embargo, nada ha cambiado. Seguimos confiando en los milagros como única solución para nuestros grandes males. Angustiados por nuestras culpas, penas y deudas, miramos a San Obama con devoción. Sólo él puede salvarnos. En estado de gracia, ignoramos sus faltas – ¿las tiene? – y magnificamos sus logros. En silencio rezamos por su éxito, que será el nuestro. Si fracasa y la economía norteamericana se va a pique, todos los demás iremos tras ellos. Si – y toquemos madera – consigue enderezar el entuerto del legado Bush, una brisa de aire fresco aliviará nuestras maltrechas haciendas. Los apóstoles ya no son doce, sino G-20 + 1, que suena más críptico y moderno. El 1 de marras somos nosotros, asentados con justicia en nuestra silla para la cena del Gran Poder.
Cometimos pecado mortal por nuestra inesperada retirada de Kosovo, y apunto estuvimos de ser excomulgados. Afortunadamente, hicimos acto de contrición y propósito de enmienda a tiempo – ya veremos el refuerzo en Afganistán – y el cardenal Biden nos retornó a la gracia con su perdón de Chile. Volvemos, pues, a figurar en el rebaño del señor Obama, con en el que nos entrevistaremos en próximas fechas.
Valle Inclán ironizó con aquello de la Corte de los Milagros. Quizás su obra no fuese un esperpento, sino una profecía de lo que terminaría haciéndose bueno con el tiempo. Parece que sólo un milagro puede salvarnos. CCM y los datos del paro marcarán el pulso de nuestra triste realidad. Por eso, juntamos las manos y en recogimiento, pedimos a los santos del G-20+1 que intercedan por nosotros. Que el Espíritu Santo los ilumine.