La Transparencia es cosa del Secretario

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Hace tiempo que lo veníamos diciendo algunos. Y no siempre se nos miraba bien por much@s compañeros de fatig@s, habilitad@s nacionales, profesionales de la fe pública y del asesoramiento legal preceptivo, que se veían abrumados por la avalancha de obligaciones –sobre todo en materia económico-financiera presupuestaria a través del inagotable bloque normativo de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera- que una legislación desenfrenada nos imponía, como consecuencia, -o no- de la crisis que veníamos padeciendo desde 2007.

Nuevas obligaciones con menos recursos: ¡más madera!

La Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno ha cumplido ya 4 años. Por lo que respecta a las entidades locales, no se estableció en la misma a quién correspondía la responsabilidad de su cumplimiento.

Como digo, un sector entendíamos que la transparencia está ligada al “negocio” de la fe pública, el archivo administrativo (y electrónico único), la gestión documental y de procesos, y como tal, entraba de lleno en el círculo de competencias propias de la subescala de Secretaría (y de Secretaría Intervención, en su perenne dualidad, cuando no esquizofrenia funcional).

Han tenido que pasar cuatro años y numerosas ocasiones normativas para poder  aclarar adecuadamente esta cuestión, de tal forma que al final –cosas de la asombrosa técnica normativa del legislador básico estatal- ha tenido que ser una Ley de Contratos, -la Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público, por la que se transponen al ordenamiento jurídico español las Directivas del Parlamento Europeo y del Consejo 2014/23/UE y 2014/24/UE, de 26 de febrero de 2014-, la que de forma inconexa y ciertamente traída por los pelos, aborde la cuestión, en tiempo de descuento, y se despache el asunto sin más, en su Disposición Adicional  tercera, titulada  «Normas específicas de contratación pública en las Entidades Locales».

A tal efecto, recordemos, establece en su apartado 8:

«(…) Corresponderá también al Secretario la coordinación de las obligaciones de publicidad e información que se establecen en la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno.

Conforme a lo dispuesto en la letra e) de la disposición adicional octava de la Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladoras de las Bases del Régimen Local, en los municipios acogidos al régimen regulado en su Título X, corresponderá al titular de la asesoría jurídica la emisión de los informes atribuidos al Secretario en el presente apartado. La coordinación de las obligaciones de publicidad e información antedichas corresponderá al titular del Órgano de Apoyo a la Junta de Gobierno»

Ya no existe, pues, espacio para la duda, siempre que hayamos sido capaces de leer –y comprender-  hasta el final una Norma, entre tantas que se nos vienen encima, como la citada, que por cierto, también nos impone numerosas y nuevas –o no tan nuevas- obligaciones, de las que nos ocuparemos en otro momento: Desde el 9 de abril de 2018, la Secretaría de las entidades locales es la encargada de esa “coordinación”.

Se me ocurre pensar que la palabra “coordinación” suele venir asociada, en Derecho Administrativo, a la capacidad de dirigir a personas, órganos o instituciones. Algo que quizás en la mayoría de las corporaciones locales venga “un poco grande”, si somos realistas, al menos los que conocemos este ámbito de gestión real y efectiva, más allá de las teorizaciones y especulaciones desde los alejados despachos ministeriales.

Y es que: con los recursos humanos congelados dese hace años; el envejecimiento de las plantillas; el incremento de funciones que (como no puede ser de otra forma) impone la –imprescindible- administración electrónica derivada de las (entre otras) leyes 39 y 40 de 2015; un cierto desánimo y desprofesionalización en no pocos ámbitos de la función pública; así como el tamaño y dimensión minifundista de nuestra Planta Municipal; y en última instancia, el no infrecuente desinterés de los representantes políticos locales por ocuparse de la parte oculta del iceberg que hace posible que se vea su elevación en superficie –el viejo dilema “back office vs front office”; son factores todos ellos, que a mi juicio exigen una reflexión integrada, estratégica, coordinada y coherente acerca de qué administración pública local queremos tener, cuál podemos mantener y cómo hemos de ser capaces de materializarla en su caso, con los escasos recursos, humanos y materiales, disponibles (y las previsiones que se avecinan).

En definitiva, hablamos de sostenibilidad, pero también de supervivencia, de unas administraciones locales, que tal y como las conocemos, y los medios con los que cuentan, no tienen garantizado, ni mucho menos, el cumplimiento de todas las obligaciones legales que el perenne maratón normativo nos impone.

Pero como somos latinos y no anglosajones, a lo mejor no pasa nada…

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