Ladran, luego pagamos

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En una localidad valenciana, su Ayuntamiento, ha sido condenado a indemnizar a un vecino que se vio obligado a soportar varios años a un perro cuyo entretenimiento consistía en ladrar sin más que intercalar ocasionales descansos. El fundamento: vulneración de los derechos fundamentales a la intimidad personal y familiar y a la inviolabilidad del domicilio.

Ha sido la Sala de lo contencioso – administrativo del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana la autora de esta decisión (sentencia 112/ 2023 de 24 de febrero).

El argumento de fondo es la responsabilidad patrimonial derivada de la inactividad municipal frente al comportamiento del animal. La cuantía ha sido de 3.000 euros frente a los 60.000 que solicitaba el demandante porque no constó probado debidamente el origen de las dolencias físicas aducidas, es decir, no se demostró con certeza la relación causal entre los transtornos físicos y psíquicos padecidos por el vecino y las molestias acústicas.

No aceptó la Sala la medida confiscatoria del perro pues esta solo hubiera sido jurídicamente correcta en el marco de un procedimiento sancionador previsto en la legislación valenciana sobre protección de los animales de compañía.

La sentencia, con prudencia, en punto a la imposición de costas, rechazó la condena al Ayuntamiento a pesar de haberse deducido el recurso frente a un acto desestimatorio presunto pero amparada en el hecho de que la mayor parte de las pretensiones del actor habían sido desestimadas en el Juzgado y además el Ayuntamiento demandado no había actuado con mala fe o temeridad.

Dicho esto, procede analizar el problema desde una perspectiva más amplia: la planteada por el comportamiento de ciertos perros en las comunidades de vecinos o en las urbanizaciones. Cuando estos reducen sus ladridos a los que podríamos llamar “reglamentarios”, es decir, los aislados que derivan de su misión de guardar un determinado territorio, es obligación de esas colectividades soportarlos con paciencia (y a la espera de alguna recompensa en el más allá).

Ahora bien, cuando estamos ante unos ladridos claramente desproporcionados por ser continuos y perseverantes, sin justificación aparente, entonces la conducta humana frente al animal debe ser la de su persecución y castigo. Hay perros que se pasan las noches enteras emitiendo ladridos y aullidos provocando la desesperación de los ciudadanos de las inmediaciones.

Se produce así la siguiente paradoja: a la actividad que desarrolla cualquier taller de reparación de automóviles la sometemos a una serie de rigurosas cautelas y limitaciones con el objeto de que los vecinos no se vean obligados a solicitar el auxilio de un psiquiatra. Más aún: ¿permitimos que ese taller trabaje por las noches dando martillazos y manejando sopletes?

Si un perro ladra de forma continua e inmisericorde, “superflua” podríamos decir, se debe a que sus dueños no le proporcionan el trato que el animal merece.

De manera que podemos establecer un principio general como brújula para movernos en estas situaciones y que debe formularse así: “Detrás de un perro hay una persona” siendo esta la responsable de que cause unas incomodidades que nadie está obligado a soportar.

Por eso sorprende que los instrumentos jurídicos permitan que, como en el caso aquí comentado, sea el Ayuntamiento quien acabe pagando. Es decir declaramos a un Ayuntamiento responsable para no buscar al particular irresponsable.

Un dislate de groseras dimensiones que financian con sus impuestos los vecinos.

Del “ladran, luego cabalgamos” hemos pasado al “ladran, luego pagamos”.

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