En este solar patrio en continua transformación por estar ciertamente inacabado, hemos asistido días atrás a algo que quizás podría institucionalizarse a partir de ahora o convertirse en una nueva costumbre (siempre hay alguien que empieza una costumbre) y que podríamos llamar La Procesión del Presidente Penitente, consistente, en síntesis, en un desfile en el que prácticamente todos los Presidentes de las CCAA han pasado por capilla para preguntarle al Presidente-De-Todo ¿qué hay de lo mío?
Está claro que sería necesario establecer un sistema de financiación de las CCAA cerrado de una vez por todas y que cada palo aguante su vela con los dineros de que disponga, sin pedir más, o sea que cada uno ejerza su responsabilidad. Pero no es así. Todo el mundo está insatisfecho, lo cual es natural, todos queremos tener más. Lo más sorprendente es que a medida que pasaban los Presidentes, todos declaraban a la salida sentirse contentos y satisfechos por las promesas hechas, aunque no se había hablado de cantidades concretas. Así, a unos se les va a primar más por el criterio de población. A otros se le va a tener más en cuenta esa población que está ahí pero no consta y genera gasto; a otros la extensión geográfica y la dispersión de la población, a otros la insularidad y, en fin, cualquier otro criterio que a uno se le pueda ocurrir. La respuesta ha parecido ser siempre la misma: crearemos un fondo para ello. Yo creía que había un solo fondo. Me recuerda el pasaje en el que el Evangelio dice (San Marcos) “Rabbí, bueno es estarnos aquí. Hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Pues eso, a cada uno lo que quiera, no vaya a haber alguien que se frustre y tenga que ir al psiquiatra. Cada uno de los fondos financiará lo que el Penitente haya pedido y el Presidente-de-Todo haya prometido. Desconozco si se trata de un único fondo dividido en subfondos o en fondos adicionalmente dotados con dinero de no sé dónde. Porque si lo que se hace es dividir el fondo en subfondos estamos igual que estábamos. Y si se adicionan, se incrementa mucho el gasto en un momento de crisis económica en el que el déficit público está subiendo como la espuma, lo cual no parece lo mejor. Pero doctores tiene la Iglesia.
Lo que verdaderamente preocupa es que en este país prácticamente parece que nadie apuesta por un atisbo de sistema solidario. Cada uno arrampla lo que puede y tonto el último. Es lógico cuando se sigue con un sistema autonómico abierto e inacabado. Preocupa porque ya nadie hace referencia al art. 138 de la Constitución, que no daremos por reproducido, sino que recordaremos en su literalidad: “1. El Estado garantiza la realización efectiva del principio de solidaridad consagrado en el artículo 2 de la Constitución, velando por el establecimiento de un equilibrio económico, adecuado y justo entre las diversas partes del territorio español, y atendiendo en particular a las circunstancias del hecho insular. 2. Las diferencias entre los Estatutos de las distintas Comunidades Autónomas no podrán implicar, en ningún caso, privilegios económicos o sociales.” Humildemente declaro que no me creo en absoluto que se esté haciendo esfuerzo alguno en establecer un sistema territorial solidario en el que no existan diferencias entre las diversas autonomías.
En el fondo, se trata de justificar la necesidad de más autonomía (y por consiguiente más dinero) en la diferencia, que si no existía o existía en pequeña medida, bien se han encargado todos los actores de esta obra de exacerbar hasta límites insospechados. Pero esto como en las Olimpiadas: “Citius, altius, fortius…” (más rápido, más alto, más fuerte). Siempre hay un récord que batir.
Hace unos años se suprimió el servicio militar obligatorio, que tenía muchos defectos pero que también tenía alguna virtud y que era, en primer lugar que constituía un sistema en el que necesariamente se tenía que todos tenían que convivir con gentes de todos los territorios y clases sociales. Y en segundo lugar, un sistema en el que el ciudadano tenía que emplear una parte de su vida a hacer algo por los demás sin otra compensación que el bien común. Soy consciente de que era un sistema obsoleto, en el que se perdía tiempo y dinero y que aportaba muy poco en su pobre concepción y en su práctica, por lo que hubiese sido mucho más positivo establecer un sistema de realización de servicios a la comunidad, en el que todo ciudadano (y ciudadana, por supuesto), estuviese obligado a dedicar una pequeña parte de su vida en hacer algo por los demás, por su comunidad, sin esperar nada a cambio. Aunque hubiese sido dedicarse simplemente a labores humanitarias un par de meses o tres. Seguramente en estos momentos existiría algo más de cohesión nacional (en el sentido de tener cierta conciencia de grupo) y se empatizaría probablemente mucho más con el vecino de al lado. Sí, ya sé que eso es impensable hoy por hoy.
Commparto el comentario. El problema tiene un nombre: falta de nacionalismo español. Desde la transición política los nacionalismos vasco, catalán y demás recién nacidos han logrado imponer la idea de que sólo hay un nacionalismo bueno, el respectivo, y que sólo hay un nacionalismo español, el franquista. Mientras no se cree un nacionalismo español democrático, basado en los valores constitucionales, en valores morales (es decir: cívicos) como la tolerancia, el progreso, la solidaridad, y una historia común, la cosa no cambiará. Y ese es un problema de escuela, de educación en valores, en un pasado común que justifica un presente y un futuro común. Poner un bar, comprar un camión, pedir una subvención, conseguir una recalificación: ese ha sido hasta ahora el modelo de desarrollo español. Mientras la sociedad y sus mal que bien representantes, los políticos, no hdecida dar importancia a una nueva educación basada en valores habrá poco que hacer.
No suelo significarme por aplausos, parabienes o milongas similares. Pero no puedo hoy evitar exclamar: ¡chapeau! por este artículo, que expresa con claridad meridiana lo que pensamos la mayoría silenciosa (que no estúpida).
Esa solidaridad constitucional a que aludes no se adquiere simplemente porque conste en un artículo de la carta magna. Tendrá nacer, de modo natural, de la educación. De esa clase de educación, tan escasa por estos lares patrios, que lleva a la verdadera CULTURA (con mayúsculas). Esto es: el respeto al otro (y la otra, claro, al vecino, al diferente, al extraño
Excelente comentario de D. Ignacio: ojalá que lo leyesen y comprendiesen tantos políticos, educadores y formadores de opinión al uso que, devenidos aldeanos y tribales, cual camino más fácil para ensalzarse entre los tontos, confunden y enredan sus propias carencias personales y el oportunismo con los principios elementales de la SOLIDARIDAD