¿Una generación reformista desaprovechada?

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El pasado año 2023 representó a nivel material y simbólico el punto de inicio del gran proceso de jubilación masiva de los empleados públicos. Ya llevamos unos años experimentando un incremento de las jubilaciones de colegas y compañeros, pero, a partir de ahora, las ausencias laborales van a formar parte de nuestras rutinas profesionales. También se van jubilando los grandes referentes conceptuales en materia de políticas, gestión y función pública. Algunos ejemplos recientes y muy significativos son Joan Subirats, que alargo su militancia en la clase activa como ministro, Francisco Longo, Rafael Jiménez Asensio, Miguel Sánchez Morón, Mikel Gorriti, Francisco Velázquez, una vez finalizado su mandato como secretario general del CLAD, etc. Estos referentes son conocidos transversalmente pero también se están jubilando grandes prescriptores de cada una de nuestras administraciones públicas (me vienen ahora a la cabeza: Fulgencio Aledo en el Gobierno Vasco o Josep Ramón Morera en la Generalitat de Cataluña). Afortunadamente en la mayoría de estos casos su jubilación laboral no va a ir acompañada de su ausencia intelectual ya que seguirán aportando análisis y reflexiones durante muchos años.  En todo caso ha sido inevitable que en las conversaciones con estos colegas y amigos recién jubilados hacer un balance de lo que ha acontecido en nuestros ámbitos profesionales durante las últimas tres décadas y pico.

Hay una sensación compartida de fracaso en el intento de renovar y modernizar nuestras administraciones públicas que genera un amargo aroma tanto entre los que se van como en los que todavía permanecemos en el sistema. Ninguno de estos referentes ha limpiado su despacho con alegría sino con la sensación que la gran tarea todavía está pendiente. El momento actual de nuestras administraciones públicas es más ambivalente que nunca: por una parte, la mayoría de los organismos públicos están al borde del colapso y los ciudadanos sufren la peor desatención administrativa de las últimas tres décadas. Por otra parte, es un momento de esperanza con algunos destellos de que parece que están llegando reclamos que eran un clamor en el ambiente profesional como la dirección pública profesional, la carrera horizontal y la evaluación del desempeño. De momento son solo destellos ya que no es nada evidente que estas novedades (propias del siglo pasado) realmente aterricen y, si lo hacen, lo hagan de manera robusta y no como nuevas imposturas con el mero objetivo de cumplir con el expediente de la renovación, pero sin que se transforme nada realmente significativo.

La pregunta es: ¿Han fracasado estos referentes y profesionales que ahora se están jubilando? La respuesta es que sí ya que todos ellos (y los que vamos detrás) no hemos logrado modernizar nuestras administraciones públicas más allá de unas diminutas transformaciones epidérmicas. Y esto a pesar de que no podemos quejarnos de no haber tenido capacidad de plantear propuestas y de tener suficiente audiencia. Nos han publicado todo lo que hemos escrito, nos han invitado a conferencias, seminarios, cursos y congresos, hemos colaborado en múltiples comisiones de expertos y en actividades de consultoría para poder plantear nuestras propuestas estrategias ante una audiencia de profesionales ávida de cambio y entusiasta con los debates reformistas. En efecto, hemos gozado de una amplia variedad de altavoces profesionales e institucionales (éstos últimos de una manera irregular ya que ha formado parte de la costumbre los vetos temporales que hemos sufrido la mayoría de los reformistas cuando nos han percibido políticamente como excesivamente vehementes y críticos). Hemos hablado y escrito hasta la saciedad y algo aburridos por reiterar recetas inéditas durante décadas que genera cansancio de tanto decirlas como de oírlas. Pero estos mensajes se han encontrado con dos grandes sorderas: la más importante ha sido una estructural sordera por parte de la clase política con responsabilidad institucional. Nos han oído, pero nunca nos han escuchado por impostura o por cobardía política y, por tanto, nada sustantivo ha cambiado en el funcionamiento de nuestras administraciones públicas. Pero también se ha chocado con una sordera mucho más sutil de carácter corporativo que sí que ha escuchado, pero a la que le costaba mucho salir de la zona de confort y en la práctica nada ha impulsado para contribuir a la gran transformación y se ha escudado en la inapetencia política para impulsar los cambios.

La paradoja final es que a pesar de tener un diagnóstico de la situación y unas propuestas bastante consensuadas durante muchos años no habremos sido capaces de evitar el gran colapso al que se acercan con pasos veloces nuestras administraciones públicas. Tantos años de inacción nos van a pasar una factura de proporciones bíblicas durante los próximos años. Indicios de ello no nos faltan por más que ahora no solo nos hagamos los sordos sino también los ciegos.

Pero los referentes que ahora se jubilan se van despidiendo también con una sensación positiva ya que la mayoría de ellos tuvieron la oportunidad hace dos o tres décadas de contribuir a una cierta modernización de facto de nuestras administraciones públicas y al menos, aunque de manera pretérita pueden presentar una hoja de servicios mucho más que digna. No nos va a pasar lo mismo a la generación que nos vamos a jubilar dentro de unos años: probablemente no habremos contribuido a renovar nada significativo y en la práctica nos habremos limitado a gestionar lo mejor que hemos podido para mantener nuestras organizaciones públicas con respiración asistida hasta que el respirador se colapse por la ineludible ley de la fatiga de los materiales.          

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