Desde hace años tratamos de entender e incorporar las directrices de la denominada Directiva de servicios a numerosas leyes estatales y autonómicas, así como a múltiples ordenanzas locales relativas a variadas actividades económicas (me refiero a la Directiva del Parlamento y del Consejo 2006/123, de 12 de diciembre, relativa a los servicios en el mercado interior). Un estudio que se enriquece de manera constante ante la aparición de trabajos y precisiones jurisprudenciales. Tal es el caso en el que ahora quiero detenerme, a saber, las conclusiones que ha presentado la abogada general ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea el pasado día 7 de octubre, dentro del procedimiento de impugnación iniciado por la Comisión europea contra la Ley catalana de equipamientos comerciales (Ley 18/2005 7/1996, de 27 de diciembre). Es cierto que esa ley catalana ha sido derogada mediante el Decreto Ley 1/2009, de 22 de diciembre, pero tiene interés conocer los términos del debate porque subsisten esos mismos criterios en otras muchas normas autonómicas.
De los varios motivos de impugnación, recuerdo en este momento dos. Por un lado, se discute si las restricciones que recogía esa normativa catalana son contrarias a las libertades de establecimiento que proclaman los Tratados. En especial, las relativas a los límites de las cuotas de mercado y la atención a la repercusión que tendría un nuevo establecimiento comercial sobre el pequeño comercio, ya existente, más alla de los cuales no podían abrirse nuevos establecimientos de tamaño mediano o grande.
La defensa de los abogados españoles se centró en que tales medidas estaban justificadas por la necesaria protección de los consumidores. Sin embargo, no han resultado suficientemente convincentes, pues lo que hay detrás, como advirtió la Comisión europea y recogen esas conclusiones generales, es configurar una determinada estructura de mercado y, según ha reiterado el propio Tribunal de Luxemburgo: «el reforzamiento de la estructura competitiva del mercado de que se trate, así como la modernización y el reforzamiento de la eficacia de los medios de producción […] no pueden constituir una justificación válida de restricciones a la libertad fundamental de que se trate» (sentencia de 4 de junio de 2002, C-367/98).
Por otro lado, también se discute sobre los límites para que las grandes superficies se localizaran en zonas urbanas. Las razones esgrimidas giran en torno al objetivo de una mejor protección ambiental, porque, en resumen, evitaría muchos desplazamientos en automóvil y, en consecuencia, reduciría la contaminación atmosférica. La razón es plausible, como reconoce la abogada general, sin embargo, la medida resulta rigurosa e impide realmente el establecimiento de grandes centros comerciales. De ahí que se insista en la necesidad, cuando se establecen tales medidas, de una sólida justificación de las restricciones impuestas, para que no vayan más allá de lo estrictamente necesario “por ejemplo, esbozando medidas alternativas (menos restrictivas) y explicando por qué no alcanzarían satisfactoriamente el objetivo”.
Hay otros motivos más de impugnación, como los relativos a la exacta composición de la Comisión que ha de analizar las solicitudes de licencia. Todo ello conduce a la afirmación de que la ley catalana incurre en varios incumplimientos del Derecho comunitario.
Ahora es necesario esperar al pronunciamiento del Tribunal de Justicia para advertir hasta dónde puede limitarse la libertad de establecimiento que permita integrar los intereses afectados. Porque esa es la labor del Derecho: acomodar tantos intereses privados (los de los pequeños comerciantes, los de los grandes empresarios, los de los consumidores) para configurar un desarrollo adecuado de otros intereses más amplios, el interés general y el interés público, como son, en este caso, la protección ambiental y el bienestar económico y social de los ciudadanos.
Todo esto trasluce las siempre existentes tensiones entre libertad de mercado
Es evidente que la Administración Pública debe intervenir en la vida privada; pues tiene atribuidas funciones que lo exigen. No solo tiene que intervenir, sino intervenir mucho y con eficacia, porque somos muchos, porque somos muy egoístas (necesaria e innecesariamente), porque somos muy malos y desaprensivos con lo colectivo. Así por ejemplo, la obligación del poder público de intervenir en lo ambiental, es cuestión de supervivencia general, que no puede ceder ante supuestas libertades individuales, como la de contaminar. Es necesaria la intervención, cuando los hombres enloquecen hasta el punto de destruir por putrefacción, un río al que consideran sagrado, como el Ganges. Y sería mejor una intervención a priori, por la vía de la educación ambiental, cuando el ser humano está ya tan desnaturalizado, artificializado y alienado de si mismo y del planeta en que vive.
Cualquier organización social necesita intervención en la esfera privada, incluso coactiva, pero ésta debe ser la mínima y completamente justificada e imprescindible, para el logro de objetivos claros de interés público. La más nimia intervención administrativa, debe ser acompañada por el más sólido y rotundo fundamento. A mi juicio, no valen títulos genéricos para invadir la generalidad de la vida privada de la gente. Cada intervención, con suficiente fundamentación. En este sentido y por poner un ejemplo: no sirve la «protección» de una lengua, para restringir determinados derechos individuales de las personas humanas concretas, ya sea el de la libre circulación, ya sea el del libre establecimiento de residencia, ya sea el derecho al trabajo o ya sea la libertad de expresión. Los seres vivos deben prevalecer sobre la sacralización metáfisica de un fetiche nacionalista que apenas consigue ocultar el proteccionismo económico de unas minorías privilegiadas por él y una xenofobia cultural.
Desde tiempos remotos, la invasión del poder público en la esfera individual, ha sido tan intensa y extensa que ocupaba incluso, hasta los aspectos más íntimos de las personas (ropa, higiene, juegos infantiles, manifestaciones sentimentales, formas de hablar, de comportarse, etc.). Pero también abarcaba la conciencia del individuo, hasta imponerle: lo que debía pensar, lo que debía creer, lo que debía sentir, lo que debía desear, etc.
Viniendo de donde venimos, supongo que no seremos tan ingenuos como para creer que la situación descrita no se mantiene actualmente, si bien por otros medios. Si ayer era la Religión, hoy son la TV, la publicidad, el marketing o la propaganda política, que se auxilian de un auténtico ejército de profesores, psicólogos, sociólogos, antropólogos, filósofos, asistentes sociales, mediadores culturales,etc., los cuales realizan una ingente labor de modelado y de adaptación social de los individuos desde niños, la cual no excluye la colaboración de otro ejército (judicial y policial), para someter a los elementos socialmente más peligrosos con respecto al orden social existente, que tanto pueden ser grandes criminales, como grandes artistas o científicos, dependiendo del grado de represión social que padezcan y de su habilidad para sublimar sus instintos. Hay un porcentaje de la población reclusa en EEUU que son superdotados, a los que el sistema bloqueó en el desarrollo de sus necesidades y capacidades naturales, quedando desviados hacia el delito.
Nadie mejor que cada individuo para conocer sus necesidades y dirigirse hacia su satisfacción. Rechacemos de plano un Estado que nos diga las que son y nos las venga a satisfacer con sus múltiples tentáculos sociales, culturales y mediáticos, mientras nos vacía los bolsillos y se lleva nuestro dinero, a la vez que nos pone toda suerte de trabas a la libertad individual, especialmente de carácter político, social, cultural, sexual, formativo y laboral. Ud. Estado, asegurenos el Orden Público Constitucional que hemos votado, no nos cuente cual es la buena vida, no nos proteja del mal, respete las vidas de los seres vivos y dejenos en paz que busquemos felicidad o desgracia, por nuestra cuenta y riesgo.