¿Cabría regular los límites de los pactos electorales?

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En estos últimos días han proliferado los acuerdos o sus tentativas, para alcanzar mayorías en consistorios municipales y parlamentos autonómicos, allí donde ninguna fuerza ha obtenido la cada vez más infrecuente mayoría absoluta.

No voy a entrar en el clásico debate de si debe gobernar, por sistema, la lista más votada o si los alcaldes deben ir en papeleta separada a la de los demás ediles. Me refiero a otra cosa.

Ya sé que los programas electorales -menos leídos por los votantes que el Deuteronomio- ni son normas jurídicas ni suponen obligación legal alguna de los partidos con sus votantes que, de entrada, son secretos. Ese tópico de “contrato con la ciudadanía” debería retirarse de discursos mitineros y de la prosa periodística. Pero, con todo, aunque en el caso de los comicios municipales la persona que encabeza la lista tira mucho de por sí, es lo cierto que, algunos compromisos identifican a los partidos que los airean y ofrecen. Y ahí, cuando se vota, se forma una especia de legítima confianza en que, de gobernar fulanito o menganita, esa obra o ese servicio se van a ejecutar. Pero luego resulta que menganita o fulanito gobiernan, pero, como han tenido que pactar con quienes prometían lo contrario, todo queda en agua de borrajas.

Ya sé que, incluso, la ortodoxa confianza legítima ofrece pocas seguridades frente a los poderes públicos. Recuérdese lo que tantas veces ha señalado el Tribunal Constitucional a propósito de su eventual colisión con la indebida “petrificación del ordenamiento”.

El tema es si cabría alguna suerte de amarre legal de las propuestas políticas que impidiera que, a través de pactos, a veces increíbles, entre fuerzas muy heterogéneas, lo votado se quedara en nada. No pocas veces he visto cómo, de un acuerdo de gobierno, han desaparecido las líneas programáticas básicas de todos los coaligados, degenerando la cosa en una gestión improvisada del día a día. En suma, que, cuando se achaca a la democracia representativa que sólo ofrece derechos a los censados el día de la votación, resulta que ni eso, porque lo que se vota como compromiso, se va al cesto de los papeles.

Quien me haya leído hasta aquí, pensará, sensatamente, que nada puede hacerse al respecto. Pero yo, que también lo pienso, no descarto que el tiempo nos dé sorpresas, también en el campo regulatorio. Vayamos al tema de la igualdad de la mujer, por ejemplo. Como es bien sabido, la STC 59/2008, de 14 de mayo, frente a las posiciones clásicas y estáticas y pese a constatar, en una reforma penal, la diferencia de trato entre los géneros, valoró la justificación de la diferencia partiendo de la doctrina de la “acción positiva” o derecho desigual igualatorio (STC 229/1992, de 14 de diciembre), huyendo, eso sí, de la expresión “discriminación positiva”. Y justo, en línea complementaria, la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General, fue modificada por la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, introduciendo, como es sabido, un artículo cuarenta y cuatro bis por el que, en todas las elecciones, las candidaturas han de tener una composición equilibrada de mujeres y hombres, de forma que, en el conjunto de la lista, los candidatos de cada uno de los sexos supongan como mínimo el cuarenta por ciento. ¡Quién se lo iba a imaginar cuando se restauró la democracia! Y no es descartable que, como ya hace alguna fuerza política, una próxima reforma implante las listas cremallera. Y a saber qué nos diría el Tribunal Constitucional si se quisiera llevar al terreno electoral otro tipo de consideraciones o cuotas, aunque, de momento, el artículo 14 de la Constitución parece un dique. Pero nada puede asegurarse.

Volviendo a la pregunta que intitula el comentario, parece muy complejo impedir que se dé valor oficial y vinculante a las propuestas de los contendientes electorales, a efectos de no ser -al menos algunas- disponibles en los pactos de gobierno. Tampoco valdría de mucho porque no se renunciaría formalmente a esos proyectos, pero se los dejaría morir, como ocurre con tanto humo de ocurrencias de campaña. Quizá lo único que cupiera fuera el compilar un número de ofrecimientos electorales en alguna suerte de registro público y difundir ese elenco cuando tocara volver a votar, para cotejar cuánto se había cumplido y cuánto se había mentido. Aunque, también es cierto -hoy estoy derrotista- que por afinidad gregaria o por odio ideológico al rival, hay gentes que, pase lo que pase, votarán siempre unas siglas, aunque las porte un maniquí.

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