Lo observo, divertido y admirado, una y otra vez. Cada vez que pago en un restaurante con las nuevas tarjetas de crédito, esas que exigen introducir el pin una vez marcada la cuantía, el camarero se gira ostentosamente para evidenciar que no quiere espiar mi número secreto. Esta sobreactuación se ha extendido como una plaga por todas nuestras Españas del alma. No hay camarero que se precie que no sobreactúe en el momento fatídico de teclear la clave que abre nuestra caja digital de caudales. Obsérvelo, por favor, cuando vaya a un restaurante, si es que la crisis le indulta esa posibilidad. Mire las otras mesas y comprobará la sobreactuación de los buenos profesionales de la hostelería patria. Se giran, miran al techo, enfocan su vista al vacío o a la pared, ponen cara de etólogo observador del vuelo nocturno de las mariposas, silban como paseante en Cortes… Cualquier cosa menos mirar de reojo el arcano de nuestros cuatro dígitos secretos, secretísimos, quizás el único secreto que podamos ya custodiar en esta sociedad de exhibicionistas y voyeurs.
Desgraciadamente, esta sobreactuación es una excepción en este país de cotillas, espías, bribones y monipodios varios, en el que el deporte nacional parece ser el descubrir las intimidades de uno y otro, desnudar economías, grabar conversaciones, filmar intimidades, comentar en las redes multifloras maledicencias. Mientras los camareros se giran para no descubrir nuestro número oculto, multitud de compatriotas alargan su cuello para fisgonear la inmundicia ajena que le proporcionan revistas, periódicos, programas de televisión, redes sociales, instituciones…. Leo con asombro que uno de los portales juveniles con más éxito se dedica al cotilleo anónimo de los compañeros del colegio o instituto. ¡Buenas vista la del muchacho que lo creó, que supo leer los signos de los tiempos! Y qué decir de la odiosa costumbre de grabar cualquier reunión de amigos para después colgarla en la red, o del inquisitorial recurso de hacienda de permitir la denuncia anónima, o de publicar – o filtrar, que es aún peor – listas de morosos.
Llego a la conclusión de que sólo los camareros son discretos en este país de cotillas, espías y traficantes de intimidades. No nos confiemos. Mientras los profesionales de la hostelería sobreactúan, podemos estar siendo grabados por un micrófono oculto entre las flores de la mesa, grabados o fotografiados desde un móvil, twiteados con ecos infinitos, embargados por una multa de tráfico, siendo visitada la cuenta de nuestro correo electrónico por nuestro jefe, compañero o subordinado… Y mientras los camareros no quieren saber nada, nuestras cuentas corrientes son caja abierta para embargos municipales, provinciales, autonómicos, nacionales, de tráfico, de la seguridad social, de hacienda. Docenas de instituciones tienen libre patente de corso para pasearse por nuestras entrañas financieras y quién sabe cuántos y quiénes cabalgarán por nuestros correos electrónicos y sms. Antes se decían que las personas muy conocidas tenían los techos de cristal. Hoy, cualquier hijo de vecino comparte los techos transparentes con las paredes, suelos, ventanas y puertas de traslúcido vidrio. Ni siquiera el cuarto de baño, último refugio de la intimidad se libra. Estamos expuestos a las miradas públicas y privadas que un billón de ojos digitales y un implacable y oculto software posibilitan y alientan. El Gran Hermano profetizado en 1984 ya está entre nosotros, pero transmutado en millones de hermanitos cotidianos a los que también, desgraciada e inevitablemente, les interesan nuestras cosas. Sólo los camareros parecen ser inmunes a esta plaga del siglo.
Por eso, la próxima vez que un camarero sobreactúe al introducir el PIN de su tarjeta, le aconsejo que se levante y le abrace con infinito agradecimiento. Posiblemente estemos delante de los últimos de Filipinas de la discreción y el respeto, de los únicos no interesados en profanar nuestros secretos, de los humanos que saben cerrar los ojos ante la intimidad ajena que nadie debería invadir nunca. Agradezcamos esa sobreactuación que pone en evidencia el injurioso cotilleo del patio digital.