Entre las compañías más estables con que cuentan los españoles que viven en ciudades y también muchos del medio rural, lugar al que se han trasladado los elementos mas zafios de la cultura urbana, se debe citar, en un destacado lugar, la de los ruidos, generados por focos de variopinto origen, como los que proceden del ocio (cafeterías y discotecas), del funcionamiento de los talleres y, en general, de la industria y de ciertos servicios públicos, en fin, del transporte (sobre todo aéreo) y del tráfico urbano. Dicho en otros términos, baste advertir que el ciudadano español se acuesta arrullado por el camión de las basuras y se levanta con el oido regalado por unas máquinas horrísonas que tienen como misión limpiar las aceras. Durante el dia, el ciudadano puede encontrar otros motivos de deleite, por ejemplo una obra cercana le puede aportar la apacible musicalidad de una taladradora. A todos nos iguala el placer de poder oir las bocinas de los coches, el escape libre de las motos, los acariciadores camiones y las suaves hormigoneras. Por último, hay zonas de la ciudad que tienen el privilegio de constituir el nocturno escenario en el que vacilantes ebrios arrastran su pítima, entonando, no siempre de forma lucida, eufóricas canciones o respetados himnos regionales.
A la vista o, más exactamente, al oido de lo que ocurre en cualquier ciudad, se podría creer que el ruido no es objeto de consideración por el Derecho, que el Ordenamiento jurídico no le presta atención y que, por consiguiente, resulta ocioso acudir a los repertorios legislativos en busca de normas que prevengan o sancionen su producción. Nada mas contrario a la realidad, se agolpan las normas de todos los rangos y condiciones, desde la Unión Europea hasta el más humilde de los municipios cuentan con una batería legislativa que hace tanto ruido como el que tratan de evitar.
Pero, ay, que existan normas no es garantía de nada, como bien sabemos los juristas. O de casi nada, porque -felizmente- de vez en cuando los tribunales se ocupan de amparar el derecho de un vecino a dormir tranquilo y, en este sentido, son señaladas muchas sentencias que proceden tanto de tribunales europeos, que han vinculado ruido con derecho a la intimidad, como españoles que, a base de mucho esfuerzo, logran a veces restablecer una cierta equidad en las relaciones de vecindad.
Así ha ocurrido con nuestro Tribunal Supremo que ha prestado el cobijo de su alta autoridad a los vecinos de la urbanización madrileña de Santo Domingo en su pelea contra AENA por violación de sus derechos fundamentales debido al sobrevuelo de los aviones que despegan y aterrizan en el cercano aeropuerto de Barajas.
La Sala de lo Contencioso administrativo ha obligado a esta entidad pública a indemnizar con seis mil euros a cada uno de los vecinos que tuvieron el coraje de recurrir. Previamente el mismo coraje había encontrado la indiferencia del Tribunal Superior de Justicia de Madrid (2006). Y además se manda a la Administración que adopte las medidas necesarias para evitar los ruidos de este tráfico aéreo.
La sentencia ha hecho algo de ruido en los medios y su conocimiento debe animar a otras víctimas de la barbarie ruidosa a emprender acciones legales. Solo nos queda el escepticismo de ver cómo se ejecuta la sentencia, no en relación con las cantidades, sino en lo que se refiere a la adopción de medidas. Una crujía -me temo- espera a los vecinos y a sus abogados.
Una de las cosas que más llaman la atención a los estadounidenses que nos visitan, aparte del tráfico monstruoso, el despilfarro energético, etc. es el nivel de ruido que hay en las ciudades españolas.
¿Os habéis fijado lo mucho y lo alto que habla la gente que no tiene nada que decir?
¿Habéis oído el ruido que hace la gente que no soporta el silencio de su mente vacía?
Se le echa de menos Profesor Sosa Wagner, era Ud. en mi opinión, el más elegante y el menos casposo de cuantos participamos en este Blog.