No hace falta organización, sino organizarse.

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Hace ya bastante tiempo que me viene rondando una inquietud: ¿son realmente necesarias las organizaciones tal como fueron pensadas en su momento? ¿Acaso no requerimos reinventar las formas de organización, no solo para ser más eficientes, sino para convertir el trabajo en un lugar con sentido y propósito? ¿Cuáles serían los diseños organizacionales que mejor acogen a las personas y las hacen sentir partícipes del negocio y, muy especialmente, le sacan su potencial creativo para ponerlas a disposición de la innovación que la propia organización requiere? ¿Existen en las administraciones públicas las motivaciones suficientes para cuestionar el canon burocrático? ¿Hay entre l@s funcionari@s una actitud que impulse asumir los riesgos que conlleva esta transformación?

En los tiempos disruptivos que corren uno de los interrogantes liminales que emergen es cuánta organización necesitamos para alcanzar los objetivos que nos proponemos. Las empresas, las administraciones públicas, la sociedad civil se estructuran en organizaciones que aglutinan a personas; les defines roles, dividen el trabajo, lo coordinan con el objeto de cumplir “su” propósito. Maximizar utilidades, crear valor, entregar servicios, cumplir una meta social, etc., son algunas de las motivaciones que nos mueven a crear organizaciones. Ahora bien, ¿cumplen los diseños organizacionales vigentes con sus propósitos? Yo tendería a pensar que no. Las organizaciones, en general   son muy poco flexibles, y menos adaptables a los cambios del entorno, las personas tienen poco espacio para expresar su creatividad, las redes colaborativas potenciales se encuentran en un punto ciego, no se genera innovación, los ciclos de vida son cortos.  La organización tayloriana/weberiana, que se mira en la metáfora mecanicista como principio de orden, no nos propone un escenario muy optimista al respecto.

Por ello he concluido que quizás no haga falta en el actual mundo fluido e incierto tener grandes estructuras organizacionales, sino más bien patrones de organización. La red en torno a la cual se estructuran las personas para alcanzar el propósito organizacional.   Hace más falta organizarse que una organización. Fundamentalmente por un hecho muy singular del mundo en el que nos toca vivir: es necesario compartir/colaborar en torno a redes de diferentes escalas y ámbitos. Un mundo cada vez más complejo requiere ser pensado desde la complejidad y ello tiene una implicancia: cambiar la cultura de trabajo compartimentado hacia una de interdependencias y autonomías. Las TICs han hecho posible un mundo cada vez más global, en el que el patrón de red se abre espacios y muchos lo asumen como una forma de estar en las organizaciones y ecosistemas: nichos de negocio, mercados, información, proveedores, usuarios, ciudadanos, objetivos estratégicos, etc.

Para maximizar el potencial creativo de las personas y la capacidad de aprendizaje de una organización, es crucial que sus directivos y ejecutivos comprendan la interrelación entre sus estructuras formales y sus redes informales autogenerativas. Las primeras son un conjunto de normas y reglas que definen las relaciones entre personas y tareas y determinan la distribución del poder dentro de la organización. Los límites son establecidos mediante acuerdos contractuales que delinean subsistemas (departamentos) y funciones bien definidas. Las estructuras formales se describen en los documentos oficiales de la organización –diagramas organizativos, reglamentos internos, sus estrategias y sus procedimientos. Por el contrario, las estructuras informales son redes de comunicaciones fluidas y fluctuantes. La noción de red es la propiedad emergente de las nuevas organizaciones. La capacidad de estructurarse internamente en forma de red y en relación a su entorno está constituyéndose en un activo primordial de las organizaciones. La fuerza vital de una organización –su flexibilidad, su potencial creativo, y su capacidad de aprendizaje- reside precisamente en la capacidad de generar redes a su interior y con su entorno. Juan Freire habla de la organización interfaz, es decir, aquella que se acopla y desacopla con rapidez y ductilidad en torno a proyectos, objetivos, o lo  que hoy llamamos Misiones o Moonshot.

Una red tiene dos componentes: personas y prácticas comunes, tras un objetivo común. Las redes se encarnan físicamente en esas personas que se implican en una práctica común. Cuando entra en ella una nueva persona, la red puede reconfigurarse; cuando alguien se va, la red cambiará de nuevo, o incluso puede llegar a romperse. En la organización formal, en cambio, las funciones y las relaciones de poder son más importantes que las personas, por lo que persisten a lo largo del tiempo aunque éstas cambien. La red permanece en el tiempo mientras el propósito que la aglutine está vigente. Una red también funciona según unas reglas. Las que emergen de la propia red, es decir, de sus miembros. Agentes, en términos de complejidad. No existen acciones humanas sin reglas. Sin embargo, las reglas de la red son intrínsecas a ella y por tanto maleables ante perturbaciones o cambios de entorno. Ah! y son singulares a esa red, por tanto no son necesariamente transferibles a otra. De ahí, por tanto, que la organización no debería ser una estructura permanente, sino una propiedad emergente del sistema que la requiera.

Esta reflexión es particularmente importante para las organizaciones basadas en el conocimiento, como por cierto lo son la inmensa mayoría del sector público, en las que la lealtad, la inteligencia y la creatividad son los activos más valiosos, justamente aquellos que creemos que mejor pueden potenciarse con una red.

La naturaleza es una fuente de enseñanza para pensar y diseñar las organizaciones humanas. Por ello quiero terminar esta reflexión a través de las palabras de Pere Monrás , médico y presidente de BSI: «el ejemplo de la biología es bien claro. La célula vive y se desarrolla por el efecto membrana. En la membrana es donde se dan todos los intercambios». La membrana como metáfora de la frontera organizacional, como fuente de vida para prosperar en entornos de alta complejidad. Pensar hoy las organizaciones como máquinas aisladas no es sostenible. Si lo es pensarlas como sistemas que co-evolucionan dentro de ecosistemas mayores, en los cuales se producen intercambios de información a través de sus “membranas” que la habilitan para seguir prosperando y creando valor. Observar la naturaleza para extraer aprendizajes que nos puedan ser útiles a la hora de concebir y dar forma a nuestras organizaciones debería ser una actividad sistemática. Hoy la biomimética es una fuente de inspiración para muchos ámbitos, desde la industria, la arquitectura a la economía, porque no serlo también para las futuras innovaciones en las organizaciones públicas.

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