¿Por qué nos cuesta tanto alcanzar grandes acuerdos políticos?

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La margarita de la investidura de Sánchez continúa deshojándose sin que sepamos en el momento de escribir estas líneas cuál será su veredicto final. Llevamos tres elecciones generales y quién sabe si no tendremos que volver a acercarnos a las urnas en el próximo mes de noviembre, lo que significarían unas cuartas elecciones en cuatro años desde aquella fallida de Rajoy de 2015. ¿Son demasiadas? ¿Son las necesarias? En todo caso son las que marca nuestro sistema legal y político y la que determina la inestabilidad relativa a la que nos vamos acostumbrando. Pero no quisiéramos abordar el tema coyuntural de partidos y personajes, sino el debate de fondo. ¿Por qué les cuesta tanto a nuestros partidos políticos alcanzar grandes coaliciones o pactos de gobierno? ¿Es cuestión de personas o del sistema? ¿De ellos o, en última instancia, de nosotros?

Veámoslo. Los políticos cambian, los partidos nacen y mueren, los tiempos evolucionan, pero, sin embargo, los comportamientos políticos de nuestros representantes permanecen inmutables. ¿Por qué? No se trata, desde luego, de simple cuestión de personas, porque personas muy distintas, tienden a hacer lo mismo. Tampoco es cierta la afirmación de que los políticos de la vieja política estaban enviciados en la confrontación, porque los de la nueva política obstaculizan los pactos con idéntica fiereza. Ni siquiera podemos responsabilizar en exclusiva al sistema político actual, porque en los anteriores, como en la II República, en la Restauración del XIX o en la I República, el alcanzar pactos estables siempre supuso una extraordinaria dificultad. Es cierto que la constitución del 78 presenta agotamiento en algunos de sus ejes, pero, vista nuestra persistencia histórica, en ningún caso deberíamos atribuirle la responsabilidad del bloqueo crónico que sufrimos. ¿Por qué, entonces, una y otra vez se dificultan hasta el extremo los grandes acuerdos? Pues porque la semilla de la discordia reside en nosotros mismos, en el pueblo español, en nuestra sociología, educación, cultura y forma de ser. Aunque políticos, partidos y sistemas políticos soporten su parte alícuota de responsabilidad, los mayores responsables somos nosotros, usted, yo y los vecinos del quinto, que exigimos a nuestros representantes políticos que se comporten como los contendientes en un cuadrilátero del ring, o como los caballeros medievales en un torneo a caballo. Buscamos el choque y queremos ver cómo nuestro líder despedaza al rival. Por eso, los partidos y sus líderes temen tanto el acuerdo con el rival, porque les asusta el perder votos en las próximas elecciones. Si no, mírese lo ocurrido en el PSOE con aquellos que, sensatamente, apoyaron con su abstención la investidura de Rajoy: al final, fueron derrocados por el profeta del “no es no”, Pedro Sánchez. Las bases del PSOE castigaron a quien otorgó estabilidad y premiaron al que la cebó. Así somos España y yo, señora, que lo mismo ocurriría con el PP, visto lo visto lo visto.

Sólo una auténtica fuerza de centro, podría dar estabilidad al apoyar a uno u otro, sin que dependieran del voto independentista. Pero esa fuerza bisagra sería minoritaria, tal y como ocurre en otros países europeos. C,s podría haber cubierto ese hueco necesario. ¿Por qué no lo hace? Pues porque no quiere resignarse al papel de partido minoritario, aunque decisor, y porque soñó con sustituir el espacio más centrado del PP.

Sea como fuere, los grandes vectores políticos determinados por nuestra sociología serían los siguientes: En primer lugar, la división entre derechas e izquierdas, las dos Españas de Machado que siguen tan vivas y odiadoras como siempre. En segundo lugar, eso tan nuestro de no votar a quien amamos, sino en contra de quien odiamos, lo que determina el voto útil tan característico en todos nuestros comicios. En tercer lugar, el papel de los nacionalismos e independentismos diversos, factor de la máxima relevancia para nuestra política. Y en cuarto, nuestro acusado idealismo. Votamos por ideología y nunca por resultados de la gestión. Pues agite todos esos elementos, y verá lo difícil que resulta que un partido de derechas apoye a uno de izquierdas o viceversa, que se monta tanto como tanto se monta a estos efectos.

Wilhelm Hofmeister, delegado en España de la Fundación Adenauer se asombró al llegar a España de nuestros modos de negociación, que hacían casi imposible los acuerdos, por cuestiones menores, además, en muchas ocasiones. Afirma, en una reciente entrevista en elconfidencial.com, que en España significa perder, ya que se juega siempre al todo o a la nada. Hofmeister, con la objetividad de la mirada ajena y desapasionada, acertó en la diana. Negociar, para nosotros, es sinónimo de debilidad y ceder en algo, de derrota. Y así, claro, no hay manera.

Cipolla, en su libro clásico “Allegro Man Non Troppo”, ya definió con acierto las tipologías de las partes negociadoras. Así, estaría el malvado, que siempre juega a desplumarte en un binomio él gana/tú pierdes. Después estaría el inteligente, que aspira al gana/gana, a que las dos partes se beneficien con el acuerdo y dejen abiertas puertas de colaboración para el futuro. En tercer lugar, figuraría el necio, que es aquel a quién si no lo despluman, no se queda contento. El necio es tan empático que prefiere que el otro gane antes que ganar él, en un curioso él pierde/tú ganas. Por último, estaría el tipo más peligroso, pero, desgraciadamente, abundante, que es el estúpido. ¿Y quién es el estúpido? Pues aquel que, con tal de que tú pierdas, es capaz de perder él también. ¿Le recuerda a alguien? Pues en esas estamos y en esas parecemos querer seguir.

Los negociadores sabemos que ni las ideas, ni los valores, ideales o creencias se negocian. Se llevan puestas y no cabe más que el respeto. Ni los unos convencerán jamás a los otros ni los otros a los unos. Y en sociedades tan idealistas e ideologizadas como las nuestras es difícil bajar al nivel de los datos y de la gestión, donde siempre resultaría más fácil el acuerdo. Quizás sea por eso, porque se abordan temas más cercanos a la realidad y menos ideologizados, y porque las personas tienen más peso, en muchas ocasiones, que los partidos, que en los ayuntamientos se alcancen acuerdos con mucha más facilidad que en ámbitos superiores. Y de muestra, un botón: los ayuntamientos ya están constituidos mientras que algunas Comunidades Autónomas y el Gobierno de España siguen en almoneda. Ojalá aprendiéramos, algún día, a pactar con nosotros mismos.

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