Regulación y control público para defender a los ciudadanos consumidores

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Regulación y control público para defender a los ciudanos consumidores

Parece una evidencia que el sistema económico más satisfactorio es el capitalista, aunque siempre encauzado mediante el control público. La dicotomía y el equilibrio entre mercado y Estado es la única arquitectura posible. El mercado fomenta la competitividad y la innovación aprovechando de manera realista la ambición y el egoísmo individual. El Estado aporta a la ecuación moderación a un mercado excesivamente codicioso y que puede llegar a ser extractivo, injusto y atentar contra el interés general. En este sentido, comprendo que las empresas tiendan de manera natural a la extralimitación para favorecer sus cuentas de resultados. En cambio, me resulta incomprensible que el actual sistema capitalista sea tan poco sofisticado y opte por una concentración excesiva de la riqueza en unos pocos dejando a muchos en una situación de desamparo absoluto a nivel económico, laboral y social. Si la gran mayoría de la población no tiene poder adquisitivo suficiente para consumir, el modelo capitalista no funciona desde el punto de vista económico y pone en riesgo a la propia democracia. Bienestar social y democracia son dos ingredientes que se refuerzan mutuamente y si falla el bienestar se viene a bajo la democracia. En todo caso este es otro tema.

Lo que quiero manifestar aquí es mi absoluto asombro que en una sociedad tan avanzada a nivel tecnológico, social y económico como la nuestra exista una total desprotección de los ciudadanos (consumidores) ante los abusos de las empresas privadas. Sorprende ya que en la teoría de la empresa privada se supone que en la satisfacción del cliente se sustenta toda su filosofía. Además, hace unas décadas hizo fortuna la responsabilidad social corporativa, los defensores del consumidor en algunas empresas, etc. Cierto que en la mayoría de los casos eran imposturas orientadas más al márquetin y a un superficial blanqueo de malas prácticas empresariales. Pero las teorías contemporáneas de gestión empresarial ahora van más allá y proponen que las empresas sean realmente consistentes y que los valores que anuncian publicitariamente los deben cumplir en una sociedad informada y transparente. Incluso estas teorías predican que ya no es suficiente dar un buen servicio, atender bien al cliente y respetar unas normas éticas, sino que las empresas deben aportar valor social más allá del valor económico, laboral y de servicios al que ya contribuyen. Por tanto, es sorprendente que, en este benemérito contexto conceptual, muchas empresas se sigan comportando como aves de rapiña y desplieguen prácticas trileras hacia sus clientes. Un ciudadano normal debe dedicar muchas horas a intentar evitar que le roben las empresas. No hablo solo de las malas prácticas de los restaurantes al cobrarte el pan o el aperitivo que no hemos solicitado sino a situaciones mucho más graves lideradas por las entidades financieras, por las empresas de telecomunicaciones, por las de transportes, las de energía, etc. Si el ciudadano es descuidado, poco formado y escasamente digitalizado y, además, anciano la fiesta del ladronicio puede llegar a ser insoportable.

Pero lo que me asombra y sorprende es la falta de respuesta de nuestras administraciones públicas ante estas malas prácticas en forma de regulación y control, es decir: falta de energía en disciplina comercial y empresarial. No será por carencia de instituciones que se dedican formalmente a ello: agencias reguladoras, agencias autonómicas de consumo, oficinas municipales de atención al consumidor, juntas arbitrales e incluso recientemente algunos defensores de pueblo (Cataluña) en relación a los servicios universales de interés general que atiende a los ámbitos empresariales más proclives a las malas prácticas (sectores financieros, de telecomunicaciones, energía, transportes, agua, funerarias, etc.). Quizás el problema reside precisamente en esta gran densidad de organismos de protección al consumidor que fomenta la fragmentación, la deficitaria coordinación y la insuficiente escala de cada una de estas entidades. En efecto, cuando conversas con estos operadores (sean éstos oficinas municipales, agencias autonómicas de consumo o reguladores estatales) todos manifiestan una precariedad de recursos para hacer frente a sus propias competencias a lo que hay que añadir que la legislación y la confusión competencial no ayudan sino todo lo contrario. Este modelo, además, estimula la tradicional práctica administrativa de lanzarse los balones de una a otra instancia sin que nadie defienda realmente al consumidor.

Todo este desorden institucional configura el paraíso soñado por las grandes empresas (que son las que más extorsionan al consumidor) ya que se sienten totalmente impunes ante la disciplina y control de carácter público. Y si un organismo público de defensa al consumidor se lo toma en serio está literalmente perdido ya que la legislación y los propios procedimientos lo asfixian ante empresas que disponen de los mejores asesores jurídicos que hay en el país.

Es de soñadores pretender que las oficinas municipales y las agencias autonómicas de consumo puedan enfrentarse a las grandes empresas de telecomunicaciones, de transportes, de energía (tema socialmente muy delicado) o de carácter financiero. Es de ilusos que puedan, por ejemplo, intentar disciplinar a grandes multinacionales como Amazon. A mi entender, las funciones de estas agencias y organismos autonómicos y municipales (debidamente coordinadas como ya lo hacen en muchas autonomías) deberían encargarse de defender al consumidor de sus problemas con las empresas de carácter local fomentando un modelo de arbitraje obligatorio y vinculante (tal y como hace Portugal). Por otra parte, la defensa del consumidor y la disciplina de las grandes empresas de servicios universales de interés general (energía, telecomunicaciones, transportes, seguros, etc.) deberían se objeto de atención de las agencias reguladoras de carácter estatal. En España, a diferencia de otros países, no hay agencias reguladoras especializadas. En otros países existen agencias reguladoras sectoriales para la energía, para las telecomunicaciones, para los seguros, para el transporte, para las pensiones privadas, para las entidades financieras, etc. Una agencia reguladora estatal solo tiene dos funciones: por una parte, asegurar un sistema que estimule la competencia (objetivo que no deja de ser una quimera en servicios esenciales que operan en lógica de cuasi monopolios) y, por otra parte, la defensa del consumidor mediante dinámicas de prevención e información a empresas y consumidores, facilidades para presentar quejas y un sistema sancionador realmente ejemplar. Por tanto, el sistema falla en la cúspide: en la ausencia de auténticas agencias reguladoras que defiendan a los consumidores.

Cuando la literatura analiza que hay instituciones públicas capturadas por las élites empresariales extractivas lo que me viene siempre a la cabeza es esta laxitud pública en la defensa de los ciudadanos como consumidores. Las empresas tendrían que velar por los clientes y, cuando no lo logran, las Administraciones tienen que defender a los ciudadanos consumidores.

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