Tres crisis, tres, cabalgan sobre la estepa de nuestros ánimos. Las finanzas, públicas y privadas, que están por los suelos; el desempleo que enseñorea las nubes; y la confianza en nuestros políticos que se encuentra en lo más profundo de los avernos subterráneos. ¿Se trata de una horda salvaje pero pasajera? ¿Son los anunciados jinetes del apocalipsis? Como no lo sabemos acudimos ansiosos a la plaza del pueblo, a escuchar a unos y otros. No existe unanimidad, pero sí temor. En distinto grado, claro está. Mientras que algunos jóvenes animosos minusvaloran el riesgo, un escalofrío de terror sacude a los más viejos y sabios del lugar. Intuyen la ferocidad del saqueo inevitable, con su orgía de sangre y dolor y su herencia necesaria de miseria y ruina. España es diferente a Grecia e Irlanda, proclama – con razón, por cierto – el jefe de la tribu. Los salvajes – nos asegura – no atacarán nuestro poblado. Pero esas palabras ya no convencen ni a sus más forofos partidarios. Lo miramos, nos miramos, y no sabemos qué hacer. Deseamos que acierte, pero no nos fiamos de él. Ya negó la crisis, ya nos advirtió que las zozobras de la deuda habían pasado para siempre. Se equivocó – nos equivocó – demasiadas veces. Carece del liderazgo moral necesario para recuperar la confianza y la moral de la tropa. Los europeos comienzan a tratarnos como apestados. Huelen a muerto, los oímos murmurar. Terminarán como Grecia, Irlanda y Portugal, al final tendremos nosotros que salvarlos. Pero no les saldrá gratis, no. Si lo hacemos – vociferan los líderes a sus respectivas parroquias – tendrán que hacer las tareas que hasta ahora han evitado. ¿Y qué tareas son esas? Pues figúreselas porque le afectarán directamente. Menos inversiones, mayores recortes de salarios públicos y de políticas sociales. Dolor, mucho dolor. Hemos tardado demasiado en hacer las reformas que precisaba nuestra economía para sobrevivir en un mundo darwiniano, y la cruel ley de la selección de las especies se abatirá sobre nosotros. Corremos el riesgo cierto que las tribus más adaptadas se queden con nuestro cazadero y nos expulsen a los fríos y estériles baldíos de la marginalidad.Y lo que vale para la economía, vale para nuestras instituciones. Se nos caen a pedazos, física y metafísicamente, sin que seamos capaces de reaccionar. A pesar de las lógicas advertencias, nos negamos a cambiar. Desgraciadamente, el conglomerado político-social-económico-institucional que montamos a partir de la Transición no se reformará hasta que llegue a su colapso. Se volverá a cumplir entonces la maldición de los sistemas rígidos. Nacen y crecen, hasta que mueren por derribo. No son capaces de autoregenerarse ni de evolucionar. Sólo su colapso permite nacer una nueva realidad. Su dinámica es tan previsible como un engranaje de reloj. En una circunstancia social, ideológica y económica determinada, nace un sistema político rupturista con una etapa anterior que había quedado obsoleta. Nos ocurrió tras el feliz harakiri del franquismo. Nacía algo novedoso que nos llenó de esperanza. El nuevo sistema, exitoso en principio, se expandió con rapidez, creando un nuevo orden. Los sistemas son alérgicos al vacío y tienden a ocupar todo el espacio disponible. La sociedad se acomodó a esa nueva realidad, que terminó convirtiéndose en un fin en sí mismo. Y el invento ha funcionado hasta que la realidad siempre cambiante lo desborda. Se ha quedado obsoleto y empieza a convertirse en un tapón para el progreso. Comienzan las tensiones, las deserciones y la inquietud. No hay dinero para pagar el quiosco, y la gente está mosca con los supuestos representantes del pueblo. El sistema se empeña en autoprotegerse, sin acometer las reformas constitucionales necesarias. Parece empeñada en correr hacia el abismo cierto que la aguarda. No nos pondremos de acuerdo hasta que el sistema se colapse. Y entonces será el llorar y el crujir de dientes, pero, también, el momento de engendrar algo nuevo que vuelva a ilusionarnos. Tras el colapso, la catarsis, que para eso también empieza por “c”.
Quizás haya que pensar en cambiar esas reglas darwinianas naturalizadas, al fin y al cabo la política consiste en desnaturalizar ciertas cosas para ir construyendo el futuro…
no me creo que la única salida sean los recortes sociales y los avales a las entidades financieras…
por cierto, ¿se han dado cuenta de que decimos «gastos sociales» y sin embargo «inversión en infraestructuras»? ¿no hay aquí una trampa en el lenguaje? Yo diría, más bien, «inversión social», porque es lo que asegura que nuestra sociedad evolucione y tenga cubierto el mínimo para la supervivencia y reproducción, mientras que en ocasiones habría que hablar de «gastos en infraestructura» (muchas veces se hacen infraestructuras superfluas que no generan expansión económica y que sólo tienen un interés keynesiano, a lo sumo, cuando no son simples subvenciones a las grandes constructoras…)
un saludo
eduardo