La transparencia de las actuaciones públicas resulta una exigencia urgente. Si en la tradición de las instituciones políticas el principio de confianza en los representantes era la piedra angular, ahora los medios técnicos permiten avanzar en un mayor conocimiento de los comportamientos públicos y, por ello, debe ser la transparencia el principio rector de la gestión pública. No es necesario recordar cómo las luces que la transparencia encienden mejoran el funcionamiento de las instituciones políticas y administrativas y facilitan su control. De ahí que no exista ninguna nueva propuesta política en la que no se invoque la consecución de tal principio como seductor aliciente para atraer adhesiones. En las últimas medidas que ha propuesto el Gobierno para luchar contra la grave crisis económica se ha insistido en la transparencia de las cuentas públicas de las Comunidades autónomas y Administraciones locales. (¡Quizá menores déficits públicos tendríamos si las cuentas de todas las Administraciones fueran transparentes!). Y en varias ocasiones se han presentado también, cómo no, iniciativas legislativas para mejorar la transparencia y el acceso a la información pública. Sin embargo, junto a esos grandilocuentes propósitos, la realidad nos ofrece pequeños ejemplos de cómo se tratan de apagar las luces del conocimiento y se extienden mantos de oscura información. Una muestra más de que para mejorar no necesitamos siempre nuevas leyes, sino que las actuaciones concretas sean coherentes.
Y es que la luz se apagó hace unos días en un trascendente debate en el Senado. Se había presentado una moción por algunos senadores para que el Gobierno modificara la legislación que se conoce con el nombre de “la sociedad de información” con el fin de garantizar el principio básico para el buen desenvolvimiento de Internet, a saber, el principio de neutralidad. No quiero insistir en este momento en la capital importancia de este principio, al que ya he dedicado algún artículo (“Rousseau y la neutralidad de Internet”). Quiero sólo hacerme eco del sorprendente (y preocupante) apagón informativo producido en la Cámara legislativa.
Inicialmente el debate del Senado se podía seguir por redes sociales ante la gran expectación creada. Se seguía con interés y se comentaban las intervenciones. Sin embargo, ese conocimiento público molestó y se ordenó que los senadores apagaran sus ordenadores para poner sordina al debate en Internet. Quedan restos de esos comentarios y vídeos de algunas intervenciones en la red. ¿Qué se pretendía? ¿que no se conocieran las razones para negar ese esencial principio? ¿que no se conocieran las confusiones que albergan las mentes de algunos representantes parlamentarios sobre Internet? ¡Qué diferencia con la absoluta transparencia de los debates que se desarrollan en el Parlamento europeo!
En medio de esas oscuridades de pensamientos y de falta de información, la moción se rechazó, con el agravante de que ahora varios grupos políticos han presentado una nueva en la que, bajo el envoltorio de promover la neutralidad, se encubre realmente la posibilidad de que sean las empresas operadoras las que puedan determinar el tráfico de Internet al amparo de ofrecer una u otra calidad del servicio y se permiten excepciones a la neutralidad con el objetivo de no degradar el tráfico de datos. De aprobarse esta moción, que en el momento en que escribo estas líneas no se ha votado, habrá un riesgo claro de la quiebra de la neutralidad y, con ello, se extenderán oscuras sombras que proyectarán los nuevos obstáculos para el desenvolvimiento de Internet y, lo que es más importante, se impedirá la igualdad de los ciudadanos. La oscuridad se habrá impuesto sobre la transparencia.