La respuesta a esta pregunta, para cualquier lector que conoce la Administración pública, es que sí, que es totalmente imposible realizar una nueva política de personal e incluso argumentar que política y personal son claramente incompatibles, como juntar agua y aceite. No le falta razón a la inmensa mayoría que tendrá esta percepción tan pesimista y derrotista. Sobran los indicios: el EBEP fue la última ley básica en aprobarse. Antes una Ley de 1984 de medidas urgentes para la reforma de la materia, que tenía prevista una duración de meses o poco más de un año, prolongó su dominio normativo durante 23 años. El único intento serio de reforma de la función pública en España durante cuarenta años ha sido el EBEP pero después de 12 años de vigencia no ha logrado cambiar absolutamente nada. Sus tres grandes novedades (dirección pública profesional, carrera horizontal y evaluación del desempeño) han quedado vírgenes en su implantación hasta el momento, salvo algunas leyes que optaron por la impostura de maquillarse con una pátina de presunta modernidad.

Las razones de este inmovilismo de nuestra política de personal y de nuestro modelo de función pública son conocidos por todos: el desinterés por una clase política que piensa en corto y solo cuenta votos, las capturas sindicales y las resistencias corporativas. Cuando alguna Administración intenta impulsar un proceso reformista en la materia (que es posible con el actual marco normativo) tiene que superar el inmovilismo político y las resistencias sindicales y corporativas. Si por fortuna se alían los astros y logra implementar su propuesta innovadora, ésta fenece invariablemente en manos de los jueces. Solo hace falta que un solo empleado díscolo impulse un recurso para que los jueces se lancen con rabia contra el intento modernizador. Los jueces, funcionarios, son arte y parte (o juez y parte) y son poco propensos, desde su visión conservadora de la Administración pública, a aceptar reformas que los podrían alcanzar a ellos mismos. Políticos, sindicatos y empleados públicos conservadores y/o acomodados son las rémoras, pero los que guardan el cerrojo de las esencias de un desfasado modelo del siglo XIX son los jueces.

¿Es, por tanto, imposible una reforma de la política de personal? Mi respuesta es que es difícil y compleja pero posible. Imaginemos que un ministro de administraciones públicas quiere impulsar una auténtica reforma, germinar un modelo de función pública para el siglo XXI (imaginación que no falte). Yo a este raro personaje le propondría estas cinco estrategias:

  1. Hacer pedagogía: la Administración pública se muere. Está en franca decadencia sino se adapta a los cambios tecnológicos, económicos, sociales y políticos. Puede ser insostenible a nivel económico en un país con una población muy envejecida que presiona por mantener e incrementar servicios públicos que son muy costosos (sanidad). El modelo de gobernanza se le está escapando de las manos y cada vez se empodera más el mercado privado y el mercado social. El Estado (como provisor de bienestar) está en retirada. El auténtico cuello de botella de la actual Administración pública está en su barroco y anticuado modelo de gestión de los empleados públicos. Nada funciona: ni los sistemas de selección, ni la inexistente carrera administrativa (salvo la que consiste en extorsionar y generar inflación en la estructura administrativa), cuerpos y grupos que no resisten la nueva organización del trabajo, sistema retributivo injusto y disparatado, ausencia de evaluación del desempeño y de incentivos razonables, régimen disciplinario inerte, relaciones laborales en manos de actores con vuelo gallináceo. No sigo. Suele decirse que “entre todos la matamos y ella sola se murió” pero el futuro asesino material de la Administración pública será, sin duda, su inenarrable sistema de función pública. Pero, jugarse la supervivencia es una buena motivación para el cambio.
  2. Negociar con los actores sociales (eufemismo que apunta solo a los sindicatos). Los sindicatos solo tienen ahora dos deseos: uno, que el actual caótico modelo persista con el peregrino argumento que no se pueden cambiar las reglas en mitad de la partida. En el actual modelo los sindicatos perciben ganancias ya que el caos les favorece. Dos, que aplantillemos sin más dilaciones al medio millón de interinos que andan sueltos por nuestras instituciones. Con meritocracia o sin ella que para ello ya nos hemos inventado el personal indefinido no fijo y otras lindezas por el estilo que sonrojan al más pintado (ejemplo: que los interinos sepan las preguntas antes y/o las puedan contestar con el material con las respuestas encima de la mesa). Considero que no es realista resistirse a estas dos demandas. Los dos deseos, por tanto, concedidos: todo sigue igual y todos los interinos (buenos profesionales la mayoría, pero una minoría no tanto) dentro con el mismo sistema que los antiguos.
  3. A cambio de conceder a los sindicatos los dos deseos anteriores pactar con ellos una nueva ley que solo afecte a los nuevos empleados públicos que van a entrar durante los próximos diez años (pueden llegar hasta a un millón las nuevas incorporaciones durante este tiempo). Una nueva ley moderna que permita acoger en su seno a la juventud digital que será la encargada de transformar la Administración pública en el contexto de la inteligencia artificial y de la robótica. Hay que aprovechar al máximo las potencialidades de los nuevos empleados públicos digitales para que reformen la Administración pública. Para ello se requieren nuevos sistemas de selección, modelo de competencias, ámbitos funcionales, nuevos sistemas de incentivos, etc. Si recibimos a un nuevo funcionario digital y bien formado con el actual sistema de recursos humanos lo estropeamos y/o envejecemos en poco más de un año…
  4. Si a pesar de todo persisten las resistencias habría que plantearse realizar el duro ejercicio de pedagogía social. No puedo imaginar el escándalo social si el ministro dijera en público que los empleados de la Administración laboran 200 horas al año menos que los privados o 200 horas menos que los empleados públicos alemanes.  O lo que cobran algunos conductores del transporte público (el doble que un privado y más que un profesor de enseñanza media), lo que cobra un policía local en relación a las horas trabajadas. Y como guinda final, los mimados de la ciudadanía: los bomberos. Si la gente supiera…
  5. Apelar al sentimentalismo. Es lo que hago yo cuando impulso reformas y tropiezo con resistencias individuales o corporativas. Mi argumento es el siguiente: “por tu culpa no solo fastidias a la institución, a tus compañeros, etc. sino que por tu egoísmo vas a impedir que tus hijos y nietos no puedan disfrutar de una Administración pública como la que tu sí que has gozado…

¿Lo intentamos?

1 Comentario

  1. Estoy de acuerdo con la totalidad de su análisis y conclusiones, aunque reconozco que la tercera medida (aplicar una nueva ley a los empleados que entren durante los próximos diez años) es cuanto menos polémica. Pero si sirve para conseguir el objetivo principal, salvar la administración pública, bienvenida sea. Muchos tildarían esa norma de discriminatoria, de precarizante y de injusta, aunque en realidad sea una medida más que necesaria.

    La administración pública actual y su personal han alcanzado un nivel tal de deformación y perversión que la realidad al lado del objetivo perseguido por la norma no es más que una parodia, un esperpento, un sainete. Desde dentro es muy difícil luchar contra estas dinámicas, muchas veces los empleados públicos que queremos un cambio nos sentimos solos y los propios compañeros ahogan o descafeinan nuestras iniciativas de mejora.

    Muchas gracias por su artículo. Leerlo me ha ayudado a reafirmarme en que lo que percibo a mi alrededor es una triste realidad y no una creación pesimista de mi mente.

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