A todos los que vivimos de ingresos controlables y nóminas incluso confeccionadas desde las Administraciones Públicas, nos debe molestar sobremanera la famosa pregunta de ¿con IVA o sin IVA?, desgraciadamente aún habitual en algunos servicios y negocios. Toda beligerancia es poca al respecto, por confianza que hayamos podido tener con quien nos ofrece tal disyuntiva. El dinero negro en este país no es una insignificancia, precisamente. Y el tópico de que al final siempre pagamos los mismos es una realidad como un templo. Esos mismos que nunca notamos las supuestas subidas salariales del pasado ni las bajadas impositivas del presente pero que, gobierne quien gobierne, cada vez pagamos más y ganamos menos. Aunque no sea, ciertamente, época para quejarse viendo lo que se ve.
Pero que las cosas podrían ir mucho mejor si no existiera fraude, es una evidencia. Aunque, claro, para ello lo que no debe hacer el Estado es poner las cosas difíciles a quien exige factura y reniega del pago en negro.
A cualquier persona que llame a un profesional o a una pequeña empresa de reparaciones para pintar el salón, cambiar una cisterna o renovar la iluminación de casa, si quien presta el servicio es de ley, le pedirá el NIF. Lógico, en aras de la legalidad y la transparencia de la operación. Pero como el pintor, el fontanero, el electricista o el manitas de turno –o sus empresas- incurran en la condición de deudores de la Agencia Tributaria o de la Seguridad Social, verán qué gracia hace facilitar el número de identificación.
La diligencia de embargo de la Administración acreedora se extiende, como es sabido, a las relaciones pasadas, presentes o simplemente concertadas entre prestador y cliente. Y tanto la Tesorería como Hacienda, obligarán a quien, a lo mejor sólo para una pequeña chapuza ha pedido factura, a ingresar en las arcas públicas las cantidades pendientes de pago, con amenazas, casi, de las penas del infierno. Imponiendo, además, el latoso deber de soportar la lectura de unos impresos farragosos, de tener que contestar y de registrar presencial, telemáticamente o por correo certificado (o sea, pagando), la debida respuesta.
Para colmo, en una redacción manifiestamente mejorable, el impreso recomienda aportar pruebas de las relaciones habidas con el profesional embargado, incluidas, parece, las conducentes a demostrar que no se tiene vínculo alguno de presente con el susodicho. Lo que siempre se ha llamado la prueba diabólica.
Comprendo que los poderes públicos quieran rascar de donde sea (aunque ciertamente debieran empezar por otros sitios), pero no estaría de más un poco de proporcionalidad. Que dos oficinas públicas, casi simultáneamente, se abalancen sobre uno por la renuencia al pago de alguien, conocido o desconocido, con quien pudimos entablar una efímera relación profesional de un día y setenta euros es un verdadero disparate. Tal parece una invitación a llamar, en la siguiente ocasión, a alguien que opere en la economía sumergida, que no es tan opaca ya que hasta deja tarjetas por los buzones con absoluta impunidad.
En suma, que uno preferiría menos proliferación de leyes innecesarias y una mejor y más sensata praxis administrativa.