De nuevo la tenemos aquí. Y no debe de extrañarnos, porque, de una u otra manera, la inflación siempre termina regresando. Así aconteció a lo largo de la historia y así continuará aconteciendo en el azaroso porvenir. La inflación es la prolongación monetaria de nuestra sociología de consumo, catalizada por políticas económicas y monetarias y jaleada por demandas y escasezes varias. Tensiones inflacionarias, que le dicen ahora, antes devaluación de los sestercios romanos, inexplicable para los cónsules que empobrecieron su ley de plata, o subida de precios generalizados en la economía imperial española tras el mucho oro americano y la escasa producción propia. Llamémosla como la llamemos, fue, desde siempre, nuestra compañera más fiel y tenaz.
Llevamos años ya con la vela de nuestra economía insuflada por los estímulos financieros, monetarios y fiscales de gobiernos y bancos centrales. Las políticas expansivas – mucho y muy barato dinero en circulación y relajación en las exigencias de deuda y déficit público – se iniciaron para tratar de salvar los muebles tras el colapso de la Gran Recesión comenzada en 2008 y que drenó nuestras haciendas hasta 2018, diez añitos de sangre, sudor y lágrimas. Y cuando, a partir de 2019 parecía que la economía parecía retomar bríos, el palo gravísimo de la pandemia nos hizo hocicar de nuevo. La economía precisó entonces de aún más poderosos estímulos que se sumaron a los anteriores. Nunca, jamás, durante tanto tiempo y con tanta intensidad, la economía había estado estimulada – dopada que dicen algunos – por políticas expansivas tan agresivas y continuadas.
Pero, paradójicamente, ni los dólares arrojados desde helicópteros – versión americana de los estímulos – ni la maquinita recalentada de hacer billetes – versión castiza -, lograron levantar la inflación durante esta extraña década. Los economistas han tratado de proporcionar explicaciones diversas al fenómeno desconocido de ausencia de inflación a pesar de los bajos intereses y de las enormes masas monetarias puestas en circulación. Doctores tiene la iglesia sin que alcancen a regalarnos una respuesta convincente y compartida.
Pero, al igual que existe la ley de la gravedad, la inflación parece que regresa. EEUU ya experimentado un 5% este último mes y España un repunte de hasta el 2%. ¿Episodios puntuales sin mayor trascendencia? ¿Aviso a navegantes? ¿Primer aldabonazo de lo porvenir? Los advertidos ya saben que la pregunta no es si la inflación regresará, sino que la pregunta correcta es cuándo lo hará y con qué intensidad. Los sabios anticipan acontecimientos y se preparan para ellos. En la economía ortodoxa, cuando la economía se recalienta y la inflación aparece, los tipos de interés suben para tratar de contenerla. Intereses más elevados significa más coste para administraciones, empresas y familias y, por tanto, menos actividad económica.
Acabamos de conocer que nuestra deuda pública ya supera el 125% niveles nunca conocidos por nuestra hacienda. Y, dado nuestro elevado déficit, nos costará embridar su crecimiento a corto plazo. Dado que asciende, más a menos, a 1,4 billones de euros, la subida de un punto medio significaría un incremento en el pago público de intereses de ¡14.000 millones de euros! anuales, una enormidad a restar de nuestro crónico y elevado déficit.
El retorno del turismo – si se confirmara la remisión de la pandemia, lo que aún está por ver – y la llegada de los fondos europeos de reconstrucción generarán una sensación de euforia económica que se prolongará hasta 2023. Aprovechemos esa bonanza para prepararnos al ciclo inverso de tipos altos necesarios para contener la inflación que viene. Es posible que estemos entrando en una primavera económica, pero no olvidemos que, por una parte, será efímera y que, por otra, y como en la canción de Rocío Jurado, el invierno siempre regresa. Y es que la inflación se empeña, una y otra vez, en llamar de nuevo a nuestra puerta.