Las olimpiadas son cosa de deportistas, de los aficionados al deporte y… de las ciudades, sobre todo de las ciudades. Son ellas las sedes, nunca los países. Las grandes urbes internacionales compiten entre sí para conseguir el honor de albergar unos juegos olímpicos. Ningún otro acontecimiento tiene tanta repercusión internacional. Miles de millones de ciudadanos de todo el mundo siguen día a día a través de los medios de comunicación los avatares olímpicos. La imagen de la ciudad mejora y se hace amable, cercana para el posible turista de un mundo global. Las ciudades sede reciben inversiones millonarias desde el Estado al que pertenecen, mejoran su infraestructura, realizan las transformaciones que la configurarán durante las próximas décadas y hacen realidad los sueños dormidos. Cientos de miles de visitantes alegran la ciudad durante el año olímpico. Todo son ventajas para la ciudad anfitriona, máxime cuando una parte muy significativa del presupuesto lo cubren los derechos de televisión. Es normal, pues, la competencia feroz que libran entre ellas para conseguir los juegos que la lancen al estrellato.
El proceso de selección dura varios años. Las candidatas presentan su proyecto y agasajan sin fin al comité olímpico, de cuyos votos dependerá la elección final. Miles de millones de dólares y empleos están en juego y se trata de seducir de la forma más eficaz posible a los tenedores de los votos ansiados. Madrid es ahora nuestra candidata – lo fue con anterioridad Sevilla – y se esfuerza por conseguir el sueño olímpico que culminara con gran éxito Barcelona. Deseamos a los madrileños la mayor de las suertes. Se merecen, sin duda, su Olimpiada, que será la de todos.
Ahora bien, este sistema de lucha entre colosos – sólo las grandes ciudades pueden aspirar – margina a los municipios medianos y pequeños. También a los de los países pobres, incapaces de financiar la larga carrera electoral. ¿Responde al espíritu olímpico el privilegio exclusivo a favor de las urbes poderosas? Sin duda alguna, no. Alguien debería pensar que el olimpismo también es ayudar al que lo necesita. Las ciudades medias también deben tener su oportunidad, por aquello del juego limpio y la igualdad de oportunidades.
Una vez más, con el caso de Beijing, se evidencia que la organizqación de los juegos olimpicos, sacrifica las libertades, los derechos humanos y la democracia, y premia los intereses económicos de los poderosos.
Efectivamente, cualquier ciudad, incluso más pequeña que las que en los últimos años han albergado las pruebas olímpicas, estaría capacitada para acoger unos juegos olímpicos, a caso no lo hacen constantemente en campeonatos de menor repercusión televisiva, pero igual o mayor repercusión deportiva.