Por más que uno se quiera abstraer ante el bombardeo electoral de estos días –y conste que las alharacas de campaña van perdiendo intensidad en cada convocatoria-, es imposible no echar un vistazo o poner la oreja ante algunas propuestas de los contendientes. Y, entre el interés cívico y la deformación profesional, se sacan diversasconclusiones. Apunto algunas a título exclusivamente personal; cada cual extraerá las suyas.
La primera es de orden competencial y, en buena medida, incluso constitucional: las reformas locales de calado, las que podrían cambiar drásticamente responsabilidades, atenciones, derechos vecinales o financiación de servicios no quedan a disposición de los futuros ayuntamientos. Esas u otras modificaciones de planta, organización o atribuciones quedan reservadas al legislador. Al estatal, en gran medida. Y ahora no toca renovar el Parlamento nacional. Inversamente, cuando dentro de unos meses volvamos con el runrún de los comicios generales, lo más probable es que la atención que los programas presten a la vida local sea mínima. Volverá el debate de las provincias, de las fusiones municipales que no son competencia del Estado, de lo bien o mal que nos ha ido con la sostenibilidad… pero al final la atención se va a centrar en si se mantiene o desaparece el bipartidismo y si tal fuerza saca más votos que aquella coalición.
Es cierto, en segundo lugar, que en la mayoría de las Comunidades Autónomas, el próximo día 24 también se renueva la Asamblea Legislativa y ello dará paso a cambios de Ejecutivo. Pero a ver quién es el valiente, de norte a sur y de levante a poniente, en península o archipiélagos, que se atreve a anunciar a las bravas que va a suprimir, con nombres y apellidos, un montón de entidades locales o que va a intervenir en esta o aquella desviación o, en fin, que dentro de las atribuciones autonómicas va a añadir o suprimir tales o cuales obligaciones a los ayuntamientos de su territorio.
Y al final están los candidatos municipales. De cosecha propia o con el beneplácito de sus siglas no dejan de ofrecer cosas que, como se ha apuntado, no están en su mano. Viajando por buena parte del país y deteniéndome en la prensa local de cada sitio, no dejo de sorprenderme de lo que, sin duda de buena fe, las señoras y caballeros alcaldables ofertan al censo. De mano, uno saca la conclusión de que la Ley 27/2013, de cuyo nombre aún puedo acordarme, o nunca existió o es un ectoplasma jurídico. Porque los aspirantes a regidores, especialmente los de términos con pocas almas, siguen pregonando su vicio nefando por las competencias impropias. Hasta redes paralelas de 0 a 3 años he visto publicitadas en un pequeño pueblo. Bien es cierto que, por desgracia demográfica, allí no habría más de tres o cuatro criaturas de esa edad y, en horario laboral, podrían ser acogidas en el despacho de alcaldía. Y no digamos los servicios sociales: una alcaldesa que anhela reelección sale diciendo que multiplicarán los esfuerzos que vienen haciendo para la atención integral de las personas vulnerables y para la inserción laboral de los sin papeles. O sea, que en ese lugar, pequeño, en los próximos cuatro años va a haber un catálogo de prestaciones sociales muy superior al de los países nórdicos; será cuestión de empadronarse allí.
Este es un país donde no sólo el papel lo aguanta todo. También los votantes. Y donde las estructuras político-administrativas y los distintos calendarios electorales acarrean descoordinaciones y contradicciones notorias, porque lo de concordar no es lo nuestro, a diferencia de otras latitudes donde esto no sucede.
Eso sí: si cotejamos esos programas que nadie lee (cosa que los partidos ya saben y tienden a sustituir por mensajes breves y empleo de nuevas tecnologías y redes sociales), veremos diferencias irreconciliables. El fuego y el agua; la noche y el día. Pero como haga falta pactar o coaligarse después de las elecciones, esas divergencias insalvables se esfuman como por ensalmo porque un par de concejalías delegadas bien valen una misa. Y si todos los implicados han de ceder, mejor. Así no hay que cumplir ni lo prometido por los unos ni por los otros. Barra libre a las ocurrencias y a la improvisación, que los políticos curtidos llaman pragmatismo.